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Columna
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Recuerdo de Jardiel

En el invierno de 1952, quizás frío y gris como el que correspondería a ayer mismo, moría en Madrid, pobre y desanimado, uno de los ingenios más brillantes del siglo XX, Enrique Jardiel Poncela. Espero que dentro de cuatro años, al celebrar el centenario de su nacimiento, la generación actual sepa algo más de esta figura extraordinaria del teatro y la novela. Cierto que de vez en cuando se reponen obras suyas, pero requisito para saborear a un autor es saber de él por algo más que una pieza escénica o un libro singular.

Le conocí de forma curiosa, por eso lo cuento, aunque poco añada a su fama y algo diga de la estima que otrora tuvieron los intelectuales en la vida de la gente corriente. Fue a principios del año 1940, que no eran tan sombríos para la gente que empezaba. Recién había concluido la guerra y pongan aquí todos los tópicos que quieran sobre las carencias y dificultades: boniatos, recuelo, estraperlo, restricciones de agua, de gas, de luz, etcétera. A unos cuantos, por contra, la cárcel, la persecución y las secuelas que trae una guerra civil, que, si se mira con detenimiento, puede advertirse lo que la diferencia de una partida de ajedrez.

Hoy es inimaginable, pero había quienes tenían su despacho de trabajo en los cafés

Yo tenía apenas veinte años recién cumplidos y estaba perdidamente enamorado. Mi novia era huérfana de padre -fallecido por enfermedad antes de la contienda- pero tenía una madre que se oponía a nuestras relaciones, con toda la razón del mundo, pues servidor carecía de otro oficio y beneficio que el de escribir algún verso malo y colaborar esporádicamente en los periódicos que admitían mis artículos. Pero estaba enamorado y tenía veinte años.

Poca ayuda esperábamos de familiares y amigos, que consideraban el proyecto de casarnos como una insensatez. Necesitábamos apoyo, consejo, guía, y pensamos encontrarlo en un escritor de éxito, cuyos libros habíamos leído y nos parecía un hombre de mundo, con la respuesta a nuestras angustias. Sabíamos dónde encontrarle: en el Café Europeo, en la glorieta de Bilbao, donde ante una mesa del ventanal desplegaba las cuartillas, el frasco de tinta, la pluma, el bote de goma, unas tijeras y cuanto precisaba para escribir. Hoy es inimaginable, pero había otros que tenían su despacho y gabinete de trabajo precisamente en los cafés. El mismo don Santiago Ramón y Cajal -lo vi varias veces- leía y confeccionaba notas, cada tarde, en el Café del Prado, que estaba en la confluencia de las calles de León y Prado, a un paso del Ateneo. Aquel sabio dejó dicho que era en el café donde se sentía más español. González Ruano no sabía o podía trabajar en otro sitio. Pienso que el hogar de los escritores era inhóspito, frío y, a veces, lleno de niños y olor a coles cocidas.

Venciendo la natural timidez ante alguien que considerábamos excepcional, entramos, la novia y yo, pedimos permiso para sentarnos a su mesa y le planteamos el problema. Creo que nos dio algunos consejos que ya conocíamos, recomendando paciencia y aguante hasta lograr las oportunas autorizaciones. Agradecidos y emocionados le dimos las gracias y, como puede fácilmente suponerse, hicimos lo que teníamos pensado, buscándole las vueltas a la moral y las buenas costumbres al uso. Nos casamos, tuvimos unos cuantos hijos, nos separamos y, al final de su vida, reanudamos una amistad casi amorosa hasta que un cáncer acabó con su vida, sesenta y pico años después de aquello.

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La anécdota, insisto, sólo tiene de interesante la creencia de la gente común en la sabiduría de los grandes creadores. Para nosotros Jardiel era el hombre de mundo, lleno de recursos, conocedor de la psicología humana, el oráculo de los problemas relacionados con la víscera cardiaca. Más tarde, siendo yo redactor del diario Madrid y encargado de una novedosa información sobre los estrenos teatrales, no la crítica, traté y conocí el mundo de la farándula, desde don Jacinto Benavente en su tertulia de El Gato Negro, en la calle del Príncipe, anejo al teatro de la Comedia, hasta el exuberante y simpático maestro Guerrero; de Bardem, ya actor de carácter, a Celia Gámez y las hermanas Daina, a Fernando Fernán-Gómez, para quien Jardiel creó un personaje, el pelirrojo de Los ladrones somos gente honrada.

Mi amigo Rafael Flórez fue su Alfaqueque y sabía más que nadie de Enrique Jardiel Poncela, un gran escritor que murió triste y arruinado un 18 de febrero de 1952, a los 49 años de edad.

eugeniosuarez@terra.es

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