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Columna
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Chencho

Pasaba ayer, después de la resaca de Reyes, por delante de un colegio a primera hora de la mañana, cuando al cruzar un semáforo, me encontré con un auténtico guerrero sioux de tres años. Un crío rubio, muy orgulloso con su cresta de plumas, el abrigo por encima del baby de cuadritos azules, un arco en la mano y un hatillo de flechas colgado a la espalda. Me quedé paralizada durante unos segundos. Fue como volver de pronto a las Navidades de La Gran Familia con José Luis López Vázquez haciendo de padrino. El crío además era clavadito a Chencho. Un flash-back de los que te devuelven de golpe a la infancia. Ya se imaginan: blanco y negro; un frío de narices; panderetas, zambombas y guardias de tráfico con guantes blancos y salacot.

Mi identificación con los pieles rojas arranca de esa época, cuando mis hermanos no me dejaban meter baza en su fuerte Comansi. Despechada, no me quedó otra que refugiarme en la proverbial hospitalidad de la nación Sioux y atarme una cinta a la frente con una pluma en la coronilla. Desde entonces abracé la causa de Toro Sentado. Así que el crío del baby me tocó la fibra. Tenía dos relámpagos rojos en cada mejilla, pintados con la barra de labios de su madre, que lo llevaba sonriente de la mano. Los seguí hasta la puerta del colegio donde se amontonaba una legión de niños con sus Gormitis y Nintendos de última generación. Para colmo, la maestra -una progre mística de esas que creen que la guerra de Afganistán se acabará el día que los niños empiecen a jugar con cocinitas- se plantó en la puerta y le confiscó al rubiales el arco y las flechas. De nada sirvieron los pucheros del crío, ni las razonables protestas de su madre diciendo que las flechas eran de goma y que difícilmente podría hacer daño a nadie con ellas. La otra seguía en sus trece con la murga políticamente correcta.

Y es ahí dónde entré yo. Si para algo sirve escribir en los periódicos, es para que te respeten un poco en el barrio.

-¿Usted nunca ha jugado a los indios?- inquirí a la maestra. Era una pregunta retórica. A la legua se veía que sólo había jugado con el tocador de la señorita Pepis.

Pero entonces los padres que se arremolinaban en la puerta empezaron a sacar a relucir su pasado de pieles rojas de toda la vida y la señorita Rottenmayer no tuvo más remedio que achantar.

Tal como pintan los telediarios -pensé- si dejamos cautivo y desarmando a un joven guerrero Sioux ¿A ver quién nos va a sacar las castañas del fuego en el futuro? El enano le dijo adiós a su madre con el chupete en una mano y el arco en la otra. Y ganada la batalla, van a permitirme que hoy me despida de la afición con el tradicional saludo de la tribu: ¡How!

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