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Columna
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Museo de deseos

Parece fuera de duda que la Navidad viene a ser una especie de escaparate reiterativo donde lo poco que hay que celebrar se celebra casi siempre del mismo modo: los buenos deseos a vecinos y conocidos a los que ni saludarías en días laborables, las mismas carantoñas con los niños que se libran por los pelos de regañinas no siempre merecidas, las terribles comidas y cenas familiares cebadas en un jolgorio más tórrido que los turrones finales, el mismo deseo de siempre de ser si no ricos algo más felices manifestado de forma plañidera. Todo esto es por lo común un más de lo mismo de carácter cíclico y garrapiñado muchas veces, una expresión de excelentes intenciones que por la misma improbabilidad de su cumplimiento tienen su día señalado, como la Solidaridad, el Sida, el Orgullo Gay y otras tantas ingenuas proposiciones de buena voluntad con las que bastaría cumplir en el día señalado para que dejen de darnos la monserga durante el resto del año.

Pero, con todo, ese museo internacional de los horrores no viene a ser lo peor del asunto, qué va. No sólo los clérigos encuentran en esos días la ocasión de lucirse como Dios manda, sino que encima viene a ser como un ensayo general de la Semana Santa, con más pompa y circunstancia, donde los profesionales de nuestra religión tienen la impagable ocasión de hacer como que sufren todavía más, aunque como da la mala suerte de que esas fechas suelen coincidir con la llegada del buen tiempo, la clientela prefiere huir a las playas a tostarse bajo el sol que disfrazarse de Junípero Serra para desfilar a trompicones por las calles empedradas.

Y es que la religión, cualquiera de ellas, es un gran factor de progreso para el comercio, y no me refiero al saqueo de las Cruzadas, en las que por lo menos había que jugarse el tipo y pasar mil penalidades, sino a esas comprillas de nada que se hacen para celebrar, y de qué manera, el nacimiento del Niño Dios en las grandes superficies o, cada vez más, en las tiendecillas de ocasión, donde los únicos que penan de verdad son los empleados, en especial las dependientas. Por lo demás, bien podría llamarse a toda esta pandemia de impostada alegría el museo de los deseos: primero porque los regalos y otros obsequios van a parar a la panza o al desván de los trastos poco útiles, un tanto retirados de los objetos de cierta prestancia, así que son tan perecederos como los buenos deseos que los acompañan, unos buenos deseos cuya indudable veracidad no siempre se acomoda con la cutrería de baratillo de los obsequios que pretenden avalarlos. A mí me han regalado un mechero que no enciende y unos cigarrillos que no arden. Eso es un buen amigo, y un deseo práctico, y lo demás son cuentos. De origen chino, claro.

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