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Columna
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Pisar la Gran Vía

Nací a dos pasos de la Gran Vía y aprendí a andar y a mirar sobre sus aceras, torpes los pies y los ojos deslumbrados ante la corriente humana, un flujo incesante y permanente, una marea que rompía a las puertas de los palacios del cine y se remansaba en las terrazas de los viejos cafés y de las modernas cafeterías, un escenario enmarcado por las colosales carteleras que reproducían a gran escala los rostros y los cuerpos de las grandes estrellas de la pantalla. La Gran Vía era Nueva York, lo había dicho Ilya Ehrenburg y a tan prestigioso intelectual no cabía ponerle pega alguna. La frase del periodista e intelectual soviético la utilizó muchos años más tarde Raúl Guerra Garrido para titular una gran novela que desvela los secretos mejor guardados de esta avenida que nunca aceptaría llamarse de José Antonio.

En sus aceras probé, siempre en pandilla, los primeros y torpes ritos del cortejo

La Gran Vía fue zarzuela antes que calle, y su libreto chispeante marcaría para siempre su personalidad polifacética y cosmopolita.

Gran Vía del asombro, los primeros turistas miraban y se dejaban mirar por la población autóctona que se vestía de domingo para pisar sus aceras emblemáticas. Los niños del barrio, una vez escapábamos de las manos protectoras de nuestros padres, corríamos a la Gran Vía para completar la educación que recibíamos en los colegios con lecciones de la vida real. Tardes de sábados o domingos haciendo cola ante las garitas de las taquillas. Los primeros pantalones largos y el cigarrillo en la boca para superar el escrutinio, más o menos celoso, de los porteros, imponentes con sus galas de almirante, que fruncían el ceño y exigían ver el carné de identidad que certificara que ya habíamos cumplido los 16 años reglamentarios para acceder a las películas calificadas por piadosos moralistas como 3R (mayores con reparos) o 4 (gravemente peligrosas).

A la salida del cine vislumbrábamos el lado pecador, el lado oscuro, teñido de neón de los night-clubs. El Pasapoga ha sido el último en caer; antes estaban también el J'Hay y el York Club de rutilantes e inalcanzables vedettes. Acechábamos a la puerta del legendario Chicote y entre las brumas de El Abra la noche golfa se disimulaba tras penumbras y cortinajes. Como atracción erótica, gratuita y misérrima, adolescentes granujientos y adultos vergonzantes se concertaban a las puertas del Hotel Plaza, en la plaza de España, encrucijada de todos los vientos que arremolinaban las vaporosas faldas de las turistas yanquis y desvelaban por un fugaz instante sus muslos de buena crianza embutidos en medias cristalinas.

En las aceras de la Gran Vía probé, siempre en pandilla, los primeros y torpes ritos del cortejo. Se precisaba mucha labia y bastante tacto para no escandalizar los castos oídos de las chicas que paseaban en apretados racimos, enlazadas por los brazos hasta formar una muralla defensiva, inexpugnable si no dabas con el abracadabra preciso. En la Gran Vía abundaban los fotógrafos callejeros, dispuestos a inmortalizar a las parejas, a las familias y a los grupos de ociosos paseantes dejando constancia de su paso por la mítica avenida. Aún guardo en el fondo de un cajón algunas instantáneas de entonces, la primera con pantalones cortos y sonrisa tímida entre mis hermanas; la segunda, solo y desafiante con pantalones largos. Nunca dejé del todo la Gran Vía, aunque fui viendo cómo ella se dejaba, cerraban los cines y las cafeterías, y se tornaba avenida de las franquicias globales y de las comidas rápidas.

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En los primeros años de la movida, descubrimos que la Gran Vía era posmoderna. Desde la revista Madrid me Mata impulsamos una campaña de recuperación. El edificio Carrión, el del cine Capitol, se convirtió en un nuevo icono. Madrid se miraba el ombligo por primera vez en muchos años y se empezaba a gustar, y la Gran Vía resucitaba por las noches cuando alumbraba El Sol de la calle Jardines, que no llegó a extinguirse y que no volvió a lucir igual desde que Antonio Gastón se retiró de aquella palestra en la que se fundían todos los componentes, sin distinción de clanes o de sexos, de la movida emergente y efímera.

Sigo pisando la Gran Vía en estos tiempos de mudanzas y de crisis. De ésta no sale, dicen los pesimistas. La Gran Vía ha sufrido y sufre complicadas operaciones quirúrgicas, no hay día sin obras, nunca la dejan quieta, no ha tenido un instante de reposo, nunca ha gozado de una salud de hierro. Perseverantemente enferma, nunca muere, no hay quien acabe con ella, porque sin ella la ciudad se partiría por el eje y se desplomaría.

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