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AL CIERRE
Columna
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Guitarras y cacahuetes

Lo supe tarde, como siempre se saben estas cosas: uno de los bares de mi adolescencia ha desaparecido. No era un lugar especialmente bonito, ni elegante, ni muy limpio; pero conservaba el aroma que tuvieron en su día muchos establecimientos de esta ciudad, como si una campana de cristal se hubiese posado sobre él. Seguro que les suena. En el instituto todo el mundo tuvo un amigo que le engatusaba para ir allí un sábado por la tarde, a tocar una de las muchas guitarras que colgaban del techo y a perder el tiempo. Por tener, tenía hasta tres nombres: bar Bosque, bar de las Guitarras o bar Quimet -que era como se llamaba en realidad-, en la rambla del Prat, en Gràcia, Barcelona.

Era uno de aquellos lugares que nacieron en los años de la Segunda República con la voluntad de entretener a la parroquia. A veces se veía allí a gente como el Gato Pérez, Peret y Los Manolos, que a altas horas de la noche podían arrancarse aún por rumbas. Lo recuerdo como una sala pequeña, con pocas mesas y escueta barra, donde a la bebida la acompañaban unos cacahuetes con cáscara; y donde el techo, como en una abrupta cueva, aparecía cubierto de papelitos pegados, antiguos billetes -propinas que dejaron varias generaciones de clientes rumbosos-; y guitarras, muchas guitarras, como estalactitas de todos los colores y en todos los estados.

Uno de los bares de mi adolescencia ha desaparecido

Guitarras agónicas que sonaban a polvo, y guitarras huecas que dejaban de oírse cuando un grupo de escolares coreaba una canción; aquellas guitarras que tan mal tocamos y que habíamos olvidado hace mucho tiempo. El dueño te sacaba una foto con una cámara que no tenía carrete y te decía que ya te la mandaría; como si supiese que de aquel momento apenas quedaría nada, ni una fotografía.

Ahora aquella puerta aparece cerrada, con el anuncio de una inmobiliaria. Según parece, el alquiler que pedían era demasiado alto y el propietario decidió abandonar. Me pregunto por qué no había vuelto nunca; y por qué me sabe tan mal no haberlo hecho. Ahora, sobre el vacío de aquellos días, hay un último cartel: "Hemos cerrado para siempre. Muchas gracias". Eso es todo.

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