2010
Que alguien, en alguna parte, aprenda algo de todo esto. Que la crisis no termine igual que llegó, sin que nadie sepa cómo ha sido, igual que la primavera del refrán. Que los economistas se equivoquen -total, una vez más, ¿qué importa?- y el empleo crezca por encima de sus previsiones. Que, más allá de los balbuceos de las aspirantes a Miss Universo, se consolide un poco, aunque sea muy poco, la paz a la que podemos razonablemente aspirar. Que se firme un acuerdo para frenar el cambio climático. Que una vez resuelta la emergencia financiera, los que no se ponen de acuerdo para reducir las emisiones que nos matan lentamente, se acuerden de otras crisis que matan muy deprisa en las regiones más pobres del planeta. Que no se cruce un juez en nuestra vida. Que nadie vuelva a pasar la Navidad tirado en un aeropuerto, después de haberse pasado medio año ahorrando para comprarse una plaza en un avión que no va a salir. Que el Estado deje de resolver la irresponsabilidad de algunos empresarios con el dinero de todos. Que los políticos se acuerden del significado de la palabra política. Que los investigadores puedan trabajar. Que su trabajo sea fecundo. Que la tecnología, que inventa cada mes teléfonos móviles un poco más pequeños, sirva para resolver, cada mes un poco más, las enormes tragedias cotidianas de la humanidad. Que la tía buena del instituto se enamore de ese chico flaco y con gafas, que no habla pero saca matrículas en física, o del gordo que tampoco habla, pero sabe tocar el violín. Que España gane el Mundial. Y ya, por pedir, que el Atleti no baje a Segunda.
A mi prima Alicia, que gana 800 euros al mes en una agencia de viajes y no tiene más propiedades que Audrey, una perra callejera de raza incierta, le ha tocado el gordo de la lotería de Navidad. Que tengan ustedes la misma suerte.
Feliz Año Nuevo.
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