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AL CIERRE
Columna
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El tren

En el tren se viaja pegado a la tierra, a la altura de los coches, las vacas y las personas. Al tren puede uno llegar dos minutos antes de la hora de salida, y para subirse no hace falta quitarse el cinturón ni los zapatos, ni tampoco sacar el ordenador del portafolio. A bordo del tren se puede deambular, el vagón no va presurizado y, consecuentemente, ni se tapan los oídos ni se corteja al fantasma de la tromboflebitis. El tren va muy bien con los libros, leer en sus asientos es verdaderamente placentero, entre otras cosas porque últimamente el libro se ha convertido en un artefacto prodigioso que no hay que enchufar y, en medio de todos los que van mirando la pantalla de su ordenador, o de la BlackBerry, el libro empieza a entenderse como un objeto de rabiosa vanguardia. En el tren hay un bar donde el pasajero pide cerveza o café, come un bocadillo, lee el periódico y mira el mundo que corre por la ventanilla. Otra ventaja de este amable medio de transporte es que los pasajeros no tienen que abrocharse el cinturón al despegar y aterrizar, ni cada vez que hay turbulencias; tampoco es necesario apagar el teléfono móvil cuando se va viajando en tren, nadie te dice que si no lo apagas tus ondas telefónicas interfieren con el sistema de navegación, ¿sistema de navegación?, yo cada vez que vuelo, cuando la azafata pide que se apaguen los teléfonos, no apago el mío, porque ahí llevo el reloj, porque se ha comprobado que no afecta los sistemas de navegación y, más que nada, por joder. En el tren nadie te pide que pliegues tu mesilla, esa superficie útil donde llevas un libro, una libreta, una lata de cerveza y un puño de cacahuetes, esos elementos que nos distinguen de los animales y que son imprescindibles para llevar una vida decente. Y otra cosa fundamental, desde mi punto de vista, al tren te subes, y te bajas, en el centro de las ciudades, no en la horrible periferia donde suelen estar los aeropuertos. Es una pena que ese tren que va a Zaragoza y a Madrid, no vaya también a México y a Nueva York. Menudo talento el de las aerolíneas; han logrado despojar de su magia al maravilloso acto de volar.

Leer en sus asientos es verdaderamente placentero
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