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Columna
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El mundo del toro

Nuestra Junta ha intervenido del modo más inopinado en el litigio que mantiene la civilización catalana contra el mundo del toreo. La otra mañana, Luis Pizarro, a la sazón reunido con un cónclave de señores que se hace llamar la Mesa del Toro y a cuyo alrededor se sientan matadores, ganaderos y gentes de zajón y garrocha, decidió hacer un llamamiento a los diputados que se oponen a tan noble festejo para que reconsideren su decisión; a efectos de ayudarles a apreciar las virtudes de nuestra más añeja tradición, Pizarro invita a dichos diputados a que se den una vuelta por el sur para que vean, y cito la información de la agencia Efe, "lo que mueve el mundo del toro". Me parece a mí que los políticos de la barretina pueden ahorrarse el viaje y mirar de lejos si les apetece: precisamente lo que mueve el mundo del toro es uno de los motivos más poderosos para dar cerrojazo de una buena y definitiva vez a este carnaval de salvajadas y sangre gratuita que se llama nuestra fiesta nacional. Ya sabemos lo que mueve el toro en Andalucía, y no es algo de lo que debiéramos sentirnos especialmente orgullosos: la cultura del latifundio y el señorito y el jerez en vaso fino y el pelo peinado con rebaba; el cliché del torero y la tonadillera que tan exóticos planos ofreció al tomavistas de Orson Welles, por no hablar de las horteradas de Hemingway; la prolongación de una idiosincrasia de mantillas, braguetazos, gracia espontánea, vírgenes de azulejo, corrales y testosterona que confiamos en que las nuevas generaciones borren de una vez para siempre del álbum de nuestros estereotipos. Lo dicho: este teatro escalofriante constituye sin duda un argumento de peso, pero no para la pervivencia de un espectáculo que caducó mucho tiempo atrás, sino para su definitiva desaparición en los osarios.

Por mucho que unos y otros se obcequen en no enterarse, la tauromaquia es un fenómeno abocado a la extinción. Los tiempos están contra ella: el sentido común, el ecologismo, los derechos, los principios de la convivencia, la ética. Vestigio de un mundo lleno de brutalidad en que el hombre (masculino y no genérico) se consideraba pináculo de la creación y detentador de una propiedad de vida y muerte sobre el resto de las especies, el circo obsceno en que un público aplaude con fervor la tortura de un ser vivo desarmado e inocente no tiene cabida en los días que vienen. El ser humano ha comprendido que está aquí para colaborar con la naturaleza y no para esquilmarla, llenarla de humo y detritos o enfrentarse a ella; que no es el dueño de nada, sino sólo su depositario; que no existe nada especial por debajo de su cáscara de piel, fibra y hueso que lo vuelva más valioso o principal que esas otras criaturas que corretean por el barro o aúllan desde lo profundo de los bosques. Nadie podía soñar en el siglo XIX con algo como una declaración universal de derechos humanos, y con justa cólera el negrero de Virginia protestaba ante la sola idea de verse equiparado con esas bestias que recogían algodón bajo el solano de sus fincas; del mismo modo los defensores del toreo, esas pobres piezas de museo con patillas y espuelas, se reirán al pensar en una declaración de derechos del animal que proteja la vida en todas sus formas, lo mismo de la res que del ganadero, y que no tolere esas muestras innecesarias de sadismo que empapan de sangre las arenas de los cosos. En cuanto al argumento de la tradición y de la conservación de las manifestaciones culturales del pasado que tanto suele repetirse, mejor ni despeinarse tratando de rebatirlo: viriles tradiciones fueron en su día las luchas de gladiadores, el derecho de pernada, el duelo a sable, la quema de brujas y las ordalías, pero nadie las echa de menos. Dudo mucho que los catalanes se dejen convencer: tienen el futuro de su parte.

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