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Columna
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Por qué Camps ama a Alarte

Parece un tema navideño: Francisco Camps ama a Jorge Alarte. El PP y Francisco Camps están encantados de haber conocido a Jorge Alarte, que se supone que es el secretario general del PSPV-PSOE, pero que es una perita en dulce como jefe de la oposición, un osito de peluche. Camps es un desastre: todo el mundo sabe, incluido el PP, que se comporta como un niño caprichoso, que no hace los más elementales deberes y que ha perdido el norte, por lo que no puede concentrase en las tareas de jefe de la Administración y mucho menos en las de Gobierno que vela por los intereses de un territorio. Lo cual tiene a sus fieles desconcertados, a los ajenos más que mosqueados, a Rafael Blasco haciendo horas extra de bombero político, a los sindicatos en pie de guerra y a los empresarios de los nervios, tal como ha quedado patente estos días con los sucesivos pronunciamientos de los dirigentes de la patronal valenciana, Francisco Pons, José Vicente González y Arturo Virosque. Los tres se han explayado reclamándole mejor gestión, más capacidad de gobierno y más altura de miras a la hora de pactar políticas a medio plazo para buscar una salida a la crisis.

Jorge Alarte apenas actúa como oposición. Su posición de candidato es en silencio, firmes y en primer tiempo de saludo. Parece un espabilado que se hace el ingenuo, pensando que le llegará la Generalitat de bóbilis bóbilis, por la patilla y por pura alternancia. Instalado en un limbo político, deja que los demás hagan el trabajo de oposición. Los demás no son pocos. Está el delegado del Gobierno, Ricardo Peralta, que aúna capacidad y tenacidad política. Está Carmen Alborch, más chula que un ocho y que, en contra de todas las apuestas, no sólo se ha quedado en Valencia como jefa de la oposición municipal, sino que además ha sabido articular a un grupo de concejales socialistas que están trabajando con coherencia en muchos frentes. Está Ángel Luna, que se ha revelado como un lúcido y perseverante portavoz parlamentario. Están, además, las valientes diputadas de Compromís, Mònica Oltra y Mireia Mollà. Y sobre todo está una parte importante de la sociedad civil que ha salido a la calle en numerosas ocasiones: contra el despilfarro y la corrupción; contra los barracones escolares y la tomadura de pelo de la docencia en inglés de educación para la ciudadanía; o contra la no aplicación de la ley de Dependencia.

Sin embargo, Alarte tiene la rara virtud de no estar por mucho que se le espere. Mientras los demás se baten el cobre, él se dedica a poner paños calientes al PP, jugando a una extraña equidistancia entre el Consell de Camps y el Gobierno de Zapatero. El último pasteleo de Alarte ha venido a cuenta de aplicación de la Ley de Costas a las terrazas de los chiringuitos playeros, una maniobra de distracción mediática que Rita Barberá se ha sacado de la manga cuando la oposición municipal acababa de denunciar un pelotazo urbanístico de 56 millones de euros a cuenta de la operación de Tabacalera. Alarte ha entrado al trapo y como un pastueño se ha ofrecido a mediar en el asunto.

También en política, cuando sale al ruedo un manso manifiestamente inútil para la lidia, el respetable pide, con sabiduría ancestral, que devuelvan el corderito a los corrales. Para hacer la política del PP ya está el PP.

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