Los riesgos de un escenario optimista
El pasado mes de junio, cuando todavía cundía el pesimismo y las dudas sobre la recuperación económica eran aún el tema habitual de discusión de las tertulias, esta columna proponía que era el momento de plantearse escenarios optimistas, ya que el impulso de política económica que se había inyectado en la economía mundial era de dimensiones enormes y, por tanto, un escenario de recuperación en V era perfectamente posible. Poco a poco los datos están empezando a alinearse en esta dirección. Las economías desarrolladas han generado crecimiento positivo en el tercer trimestre, el consenso de los analistas se revisa al alza cada mes y la probabilidad de una recaída se hace cada vez menor. Con un poco de suerte, la economía mundial estará creciendo el año que viene por encima del 4%.
¿Estará dispuesta la Reserva Federal a alzar los tipos de interés con un desempleo cercano al 10%?
Las razones de este desarrollo positivo son múltiples, pero merece la pena hacer hincapié en dos. Por un lado, la capacidad que han demostrado las economías emergentes de generar demanda domestica -¿recuerdan el debate sobre el decoupling, que discutía si el resto del mundo sería capaz de sobrevivir a una desaceleración económica en EE UU? Ha quedado claro que sí, que las economías emergentes, y sobre todo China, han sido capaces de adoptar los estímulos fiscales y monetarios necesarios para tirar de la economía mundial-. Por otro lado, la actuación decidida, y cooperativa, de los bancos centrales en la relajación de las políticas monetarias -y aquí hay que felicitar al BCE, que ha sido el banco central que ha adoptado el paquete de medidas más eficaz, y de salida más sencilla, como discutiremos más abajo.
Sin embargo, este repentino éxito está generando a su vez varios quebraderos de cabeza. La rápida mejora económica hace que algunos Gobiernos se hayan encontrado con la necesidad de ajustar antes de lo previsto sus políticas fiscales, ya que la situación de emergencia que permitía justificar la expansión de los déficit ha desaparecido. La rebaja de la calificación de la deuda griega y el aviso emitido por Moody's para el Reino Unido y EE UU son buenos ejemplos. Además, está contribuyendo a que las medidas necesarias para completar la tarea de resolución de la crisis se queden inacabadas, con importantes efectos secundarios. Se ha avanzado muy poco en la recapitalización y reestructuración del sistema financiero, debido a su impopularidad, y, por tanto, los bancos centrales se han visto obligados a adoptar políticas monetarias muy expansivas para así generar una inflación de activos que recapitalice los bancos de manera indirecta.
Esto último va a poner a prueba la capacidad de los principales bancos centrales para ajustar sus políticas monetarias a tiempo a pesar de los altos niveles de desempleo. El caso de la Reserva Federal en EE UU es particularmente interesante, ya que está siendo sometida a una fortísima presión política que amenaza su independencia. La estrategia de compra de títulos del Tesoro y de Fannie Mae, y los rescates bancarios de los dos últimos años, altamente impopulares, han creado un caldo de cultivo en el cual un gran número de congresistas estadounidenses, muchos de ellos con enormes dificultades en las encuestas de cara a las elecciones de noviembre de 2010, han decidido usar la Fed como chivo expiatorio. El abanico de enmiendas y leyes que circula por el Congreso destinadas a recortar la independencia y los poderes de la Fed parece la carta de los Reyes Magos: desde aumentar la capacidad de auditoría de las decisiones de política monetaria hasta eliminar el derecho de voto en las decisiones de tipos de interés de los presidentes de las feds regionales o someter la designación de éstos al control del Congreso. Uno de los congresistas líderes de este movimiento, Ron Paul, ha escrito incluso un libro titulado Acabar con la Fed.
La situación del BCE es mucho mejor, ya que la estructura del sistema es tal que los rescates bancarios no los llevó a cabo el BCE, sino los bancos centrales nacionales -y, por tanto, el BCE y la independencia de su política monetaria no han sufrido este ataque político-. Además, adoptó una estrategia de expansión monetaria que no dependía de la compra de deuda del Gobierno -y, por tanto, evitaba las acusaciones de monetización de la deuda- y que incorporaba un mecanismo de normalización automática, de tal manera que en septiembre de 2010 las condiciones monetarias en la zona euro habrán, probablemente, retornado a la normalidad.
A pesar de la rápida recuperación, la recesión ha sido tan brutal que es probable que la inflación no sea un problema durante bastante tiempo, y la Fed está desarrollando instrumentos para absorber el gran volumen de dinero que ha inyectado en la economía. Pero el éxito no está garantizado, y un escenario donde una rápida recuperación económica genere tensiones inflacionistas en el corto plazo no se puede descartar. Y ahí llegará la prueba de fuego de la Fed: ¿estará dispuesta a alzar los tipos de interés con un desempleo cercano al 10%? No olvidemos que, por mucho que se considere a EE UU como la cuna de la economía de mercado, la Fed es el único banco central que tiene el mandato dual de generar estabilidad de precios y máximo empleo, y ahora se enfrenta, por primera vez en muchas décadas, a un desempleo de magnitudes europeas.
El presidente Obama acaba de anunciar un paquete de ayudas para la creación de empleo. ¿Será la presión política suficientemente fuerte como para condicionar la reacción de la Fed? La respuesta, en unos meses.
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