La inseguridad del sexo
Las lágrimas
de Eros (1961), el último libro publicado en vida por Georges Bataille (1897- 1962), escritor francés ligado circunstancialmente al surrealismo, fue un compendio ilustrado de su obsesión por el erotismo, que interpretó en esa clave romántica antirracionalista que engarzó el pensamiento de Schopenhauer, Nietzsche y Freud. De la etapa final de este último tomó el componente destructivo que tiene el amor de los humanos mortales, cuya extrema excitación sexual produce un éxtasis; esto es: un paroxismo, una "parada", un instante absoluto en el que todo se detiene como cuando adviene la muerte, pero "no tan callando", como apuntaba el muy cristiano vate español, sino en el puro grito del placer que estalla en un mundo sin Dios. Leyendo ahora la correspondencia que Bataille cruzó con J. M. Lo Duca con motivo de la preparación de Las lágrimas de Eros, que iba a editar Pauvert, en la que las ilustraciones del texto desempeñaban un papel crucial, se comprende la pertinencia de hacer una exposición con el tema del erotismo bajo esa bella advocación. También los peligros, que no sólo se ciñen a la siempre dificultosa tarea de trasladar el libertinaje de unas páginas impresas a una sala de exposición, sino a todo lo que ha ocurrido al respecto en arte durante el medio siglo que ha transcurrido entre la publicación del libro y la actualidad. Que yo sepa, aunque sobre erotismo se han multiplicado las convocatorias de muestras y libros durante el periodo temporal antedicho, nadie se había atrevido a afrontar el candente tema apelando al título de Bataille, como lo ha hecho Guillermo Solana, lo cual le hace merecedor del adjetivo de gallardo tanto por su personal arrojo como por subrayar la fuente de la que otros manan sin apenas citarla.
Lágrimas de Eros.
Museo Thyssen-Bornemisza y Casa de las Alhajas.
Fundación Caja Madrid.
Hasta el 31 de enero. Catálogo de la exposición. Lágrimas de Eros. Guillermo Solana.
Fundación Thyssen-Bornemisza. 309 páginas. 38 euros.
De todas formas, el problema para afrontar el desafío no estriba sólo en las limitaciones funcionales de que muchas de las obras que, según Bataille, deberían servir de ejemplo de la humana pulsión sexual pertenezcan al mundo del arte rupestre paleolítico, sino a su naturaleza obscena o abyecta, que no es exactamente lo mismo que lo que se entiende hoy por pornográfico. Porque para Bataille la expresión misma del sexo era la violencia, un auténtico tabú para nuestra higienizada sociedad de lo políticamente correcto, donde hacer el amor es un ejercicio de gimnástico relax en la antípoda de un acto de desesperación visionario.
Creo que ya lo he dicho todo, pero aún me puedo aventurar a ilustrarlo a costa de la selección realizada por Guillermo Solana, que salva como puede el atosigante engorro social. Lo hace, a mi juicio, con brillantez a través, principalmente, de la obra elegida de artistas actuales, pero no sólo por ser, cómo decirlo, hermosamente obscena, sino, sobre todo, porque, consciente o inconscientemente, retoma los viejos mitos, lo que, a la postre, demuestra que Bataille tenía razón acerca de la naturaleza regresiva del ser humano por más que progrese. En este contexto, sin embargo, las obras de arte históricas se nos muestran como antiguallas. Significativamente, hay sólo un momento que salva este abismo de separación: el del arte perverso del fin del siglo XIX, muy justamente explotado en la presente exposición.
Lágrimas de Eros, que se exhibe simultáneamente en el Museo Thyssen-Bornemisza y Caja de Madrid, comienza con el icono de una célebre fotografía de Man Ray de 1932, en la que unos bellos ojos femeninos maquillados están circundados por unas gotas de cristal, foto perfectamente acompañada por cinco lágrimas de cristal diseñadas en 1994 por Kiki Smith. Si las lágrimas se vitrifican es porque la pasión -amor y muerte- ha sido higienizada, todo lo cual se resume en el eslogan político, completamente deprimente, del "sexo seguro". Con lo que ¿qué seguridad vamos a tener de que, en un museo, se nos adentre en las fascinantes y aborrecibles profundidades del sexo mediante una exposición pública, asediada por mil ojos vigilantes? A la postre, esta experiencia sirve como espejo de la vergonzosa y vergonzante mirada perversa del espectador, sin que pueda verbalizar nada de lo que allí haya podido atrapar en las entretelas, o lo haga para sus adentros.
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