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Apuntes
Columna
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Ágora

Haciendo caso omiso de la reticente crítica cinematográfica, numerosos españoles, hartos de vivir en una sociedad confesional de hecho, han saludado con alborozo el péplum de Alejandro Amenábar acerca de la disputa cosmológica, un tema sobre el que quizá los lectores deseen saber algo más. Ojalá veamos pronto secuelas de similar calidad sobre otros conflictos entre religión y ciencia, como los relativos a la circulación de la sangre, la evolución de las especies, el parto con anestesia, la experimentación con células madre, etc.

La disputa entre el geocentrismo de Ptolomeo y el heliocentrismo de Aristarco de Samos tuvo carácter académico en la Grecia clásica. La apuesta por Ptolomeo de la ortodoxia cristiana fue una consecuencia lógica de las Sagradas Escrituras (donde Josué manda detenerse al sol mientras que el Espíritu Santo asegura que el mundo no se moverá) y del dogma: si Dios nos envió a su Hijo para redimirnos de nuestros pecados al inmolarse en la cruz por nosotros es porque somos tan importantes para Él que nos tuvo que ubicar en el centro del universo. Los matemáticos, cuyas observaciones astronómicas refutaban el geocentrismo imperante, fueron puestos en la picota por líderes cristianos como San Agustín de Hipona, contemporáneo de Hipatia y asimismo norteafricano: "Los buenos cristianos deben cuidarse de los matemáticos y de todos los que acostumbran a hacer profecías, pues existe el peligro de que los matemáticos hayan pactado con el diablo para obnubilar el espíritu y hundir a los hombres en el infierno" (De Genesi ad litteram 2, XVII, 37). Una horda de fanáticos cristianos instigados por San Cirilo, Doctor de la Iglesia, desolló viva a Hipatia, la descuartizó y la incineró en 415. La posición de la Iglesia respecto de la ciencia fue fijada por el escolasticismo en el S. XIII: "Para los escolásticos, la Biblia, los dogmas de la fe católica y (casi igualmente) las enseñanzas de Aristóteles estaban fuera de toda duda; el pensamiento original, y aun la investigación de los hechos, no deben sobrepasar las fronteras inmutables asignadas a la audacia especulativa. Si hay pueblos en los antípodas, si Júpiter tiene satélites, y si los cuerpos caen a una velocidad proporcional a su masa, eran cuestiones que había que decidir no por la observación, sino por la deducción de Aristóteles o las Escrituras" (B. Russell, Religión y Ciencia, 1951). Cuestionó de nuevo el geocentrismo Nicolás Copérnico, canónigo de la Catedral de Frauenberg (Cracovia), quien esperó prudentemente a sus últimos días para publicar, en 1543, Sobre las Revoluciones de los Cuerpos Celestes, donde aventuró la hipótesis de que la tierra gira en círculos descentrados respecto del Sol. Esta hipótesis fue corregida en 1609 por el protestante Johannes Kepler, matemático y astrólogo del emperador católico Rodolfo II, cuya primera ley afirma que todos los planetas describen órbitas elípticas en uno de cuyos focos está el Sol. Galileo Galilei justificó esta teoría en el marco de su nueva dinámica y la validó experimentalmente con el telescopio que él mismo construyó, instrumento que también le permitió observar "defectos" del sistema solar -como los satélites de Júpiter, las montañas de la Luna o las manchas solares- cuya mención estuvo prohibida durante siglos en las universidades católicas. A diferencia de Copérnico y de Kepler, Galileo fue forzado a abjurar de sus "errores" por la Inquisición en 1616. Al ser entronizado como Papa Urbano VIII un viejo amigo suyo, Galileo se atrevió a publicar, en 1632, Diálogos sobre los dos mayores sistemas del mundo, donde dejaba clara la superioridad del geocentrismo sobre el heliocentrismo, desatando así la furia de teólogos como el jesuita Melchor Inchofer (1634): "La opinión del movimiento de la tierra es de todas las herejías la más abominable, la más perniciosa, la más escandalosa; la inmovilidad de la tierra es tres veces sagrada; el argumento contra la inmortalidad del alma, la existencia de Dios y la Encarnación podrían ser tolerados mejor que el argumento para probar que la tierra se mueve". A pesar de ser obligado a retractarse, Galileo vivió aislado y ciego hasta su muerte, 10 años después. Sus obras salieron del Index en 1835, y el propio Galileo fue homenajeado -pero no rehabilitado- por la Iglesia en 1939. Creada por los Reyes Católicos en 1478 para verificar la sinceridad de los judíos y musulmanes conversos, la Inquisición española se convirtió en una eficaz -aunque cruel- herramienta para impedir la difusión de la Reforma y para mantener la ortodoxia científica. Tanto es así, que ningún matemático español osó cuestionar el modelo geocéntrico hasta la publicación, en 1748, de las Observaciones Astronómicas de Jorge Juan, a quien protegieron sus poderosos amigos ilustrados de las iras de la Inquisición, que sería abolida por Isabel II en 1834.

Seguimos esperando la autocrítica de una institución que ha retardado el desarrollo

Seguimos esperando la autocrítica de una institución que ha retardado el desarrollo científico español con la anuencia de los gobernantes integristas de turno, que amenaza con excomulgar a los políticos que no lo son y que, incomprensiblemente, seguimos financiando en el S. XXI con los impuestos de todos.

Miguel A. Goberna es catedrático de Estadística e Investigación Operativa en la Universidad de Alicante.

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