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Columna
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Una Constitución mal guardada

El aniversario de la Constitución ha quedado entristecido por la muerte de Jordi Solé Tura, miembro de la ponencia del Congreso que redactó su anteproyecto. Dirigente del PSUC-PCE durante aquella etapa (más tarde ingresaría en el PSOE y en 1991 sería ministro con Felipe González), soportó bajo la dictadura la cárcel, el exilio y la discriminación. En cierto modo su figura simboliza la voluntad de los derrotados en la Guerra Civil para acordar con sus antiguos adversarios las líneas básicas de un sistema de convivencia que dura ya tres décadas.

Abstracción hecha de que su fallecimiento suscite el melancólico sabor de los estragos del tiempo sobre la generación que realizó la transición, la celebración de este aniversario tampoco se presta a demasiadas celebraciones. Los parlamentarios, gobernantes, altos cargos y magistrados que han prometido o jurado guardar y hacer guardar la Constitución no siempre cumplen su solemne compromiso. Y los dirigentes de los dos grandes partidos de ámbito estatal, a quienes corresponde por la suma de sus escaños designar en última instancia a los diputados y senadores facultados para reformar la Constitución y para nombrar a los magistrados encargados de interpretarla, son culpables de la situación de bloqueo institucional y del descontento social paralelo reflejado en los sondeos.

Los dirigentes de los dos grandes partidos son culpables de la situación de bloqueo institucional y del descontento social

Las corrientes revisionistas disconformes con la Constitución suelen manejar una argumentación político-ideológica (de izquierda o de derecha, centralista, federal o confederal, laica o confesional) muy semejante a las propuestas partidistas derrotadas durante la transición. Esas críticas retrospectivas, que conceden un desmesurado papel a los temores históricos, fingen ignorar que las Cortes de 1977 rechazaron de forma reflexiva esos planteamientos y negociaron una Constitución aceptable para mayoría de las fuerzas políticas y sociales. Los justificados reparos técnico-jurídicos referidos a las contradicciones, ambigüedades, imprecisiones, polisemias, incoherencias y lagunas del articulado no hacen sino señalar el mal resultado obtenido por los frustrados esfuerzos de cuadrar el círculo.

Los años transcurridos desde la muerte de Franco, el ingreso en la Unión Europea, los duros enfrentamientos guerracivilistas entre los dos principales partidos de ámbito estatal a partir del segundo mandato de Aznar, las incertidumbres suscitadas por los nuevos Estatutos y la aparición en la escena pública de la generación de los nietos que no conocieron la transición empiezan a erosionar la leyenda de la intemporalidad de la Constitución de 1978 y a hacer funcionalmente indispensables reformas cuando menos térnico-jurídicas. El debate sobre la esperanza de vida de las constituciones se remonta a la primera constitución democrática del mundo, aún en vigor: Jefferson creía que una constitución sólo debería vincular a la generación que la hubiese promulgado mientras Madison no era partidario de su caducidad biológica. Pero la discusión americana perdió sus abruptos perfiles gracias a dos válvulas de escape de singular eficacia: las reformas del texto primigenio de 1787 (han sido aprobadas 27 enmiendas) y el carácter vinculante de la interpretación dada a la Constitución por la Corte Suprema.

En España, sin embargo, ninguno de esos dos mecanismos -ambos previstos- han funcionado como debieran. La reforma de la Constitución se halla obstruida por la rigidez de los procedimientos: ¿no es grotesco que la supresión de discriminación a la mujer en la sucesión a la Corona exija la disolución parlamentaria y un referéndum popular? La actitud boicoteadora del PSOE o del Partido Popular a la hora de reunir las mayorías cualificadas parlamentarias precisas no sólo obstaculiza las propuestas de reforma sino además demora indefinidamente la renovación del Constitucional, que pierde a chorros su autoridad como intérprete de la norma fundamental.

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A menos que PSOE y PP pongan en marcha las imprescindibles modificaciones de la Constitución y designen en su fecha a los miembros del alto tribunal según criterios de competencia, imparcialidad e independencia, suya será la responsabilidad del callejón sin salida a que está siendo conducido un sistema político necesitado de reformas eficaces y de interpretaciones autorizadas de la norma fundamental para seguir existiendo.

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