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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Confuso fin de época

Celebramos hoy el 31 aniversario de la Constitución española en medio de un sentimiento generalizado de fin de época, de haber llegado al límite de las posibilidades abiertas en 1978. La confusión de la hora presente y la incertidumbre por el futuro es resultado de la renuncia a consolidar lo construido en estas tres décadas por medio de una reforma en la dirección federal que la segunda generación de socialistas incorporó a su programa político. Sin duda, una Constitución como la nuestra, que no daba al Estado por constituido sino que proponía los caminos muy abiertos de su constitución, pudo haberse desarrollado en más de una dirección, pero a partir de los Pactos de 1992, que generalizaron e igualaron las competencias de las Comunidades Autónomas, los caminos efectivamente recorridos sólo podían confluir en un Estado federal. Conscientes de esa realidad, los socialistas propusieron complementar la igualación de competencias con la puesta en marcha de organismos federales -especialmente el Senado- no con el propósito de "cerrar" lo abierto en 1978, sino de consolidar lo hasta entonces construido.

Esa era una política no sólo posible, sino lógica y deseable, y con ella accedió el PSOE al gobierno en 2004. Pero todo comenzó a confabularse en su contra. Primero, la enemiga radical de los partidos nacionalistas vascos y catalanes, de izquierda o de derecha, a un proyecto de Estado español federal. Segundo, la quiebra de cualquier posibilidad de nuevos acuerdos entre los dos grandes partidos de ámbito estatal en todo lo que atañe a la organización del Estado. Y tercero, pero no menos importante, el círculo vicioso en el que se vio atrapada la estrategia de los socialistas, necesitados desde 2003 de un pacto con la izquierda nacionalista para gobernar en Cataluña y a partir de 2004 de otro pacto con el centro-derecha nacionalista catalán para gobernar en Madrid.

Los dispares ingredientes de este cóctel sirvieron como epitafio de la idea federal, sustituida por la vacía retórica de la España plural con la que el presidente de Gobierno pretendió cubrir un error de alcance histórico: ya que no podemos reformar abiertamente la Constitución, procedamos a su reforma encubierta reformando los Estatutos. Y, hala, a comenzar de nuevo, como si la Constitución, que el mismo Gobierno había calificado "como la culminación y el símbolo más representativo de un éxito colectivo", hubiera sido producto de la amnesia y el miedo diseminados durante la transición por un incesante ruido de sables. Los nacionalistas -pero no solo ellos- comenzaron a deslegitimar lo construido con el argumento de que todo eso era no más que el fruto podrido de una impotencia. Libres de miedo y con la memoria por fin recuperada, era momento de plantear las auténticas exigencias: nuevos estatutos que sirvieran a modo de constituciones encaminadas a culminar los procesos de construcción nacional.

De este modo, las competencias y el poder político transferido a las Comunidades Autónomas a lo largo de 30 años de vigencia de la Constitución se entendieron, no como eslabones de la consolidación de un Estado, sino como escalones para la definitiva construcción nacional que algún día permitiera convocar referendos sobre autodeterminación o independencia. Un estatuto concebido a modo de constitución con el propósito de avanzar en el programa de "construir nación" puesto que la nación realmente existente no da todavía de sí lo suficiente como para convocar el definitivo referéndum de autodeterminación: Artur Mas lo acaba de reconocer con adorable ingenuidad al confesar que si ahora se convocara tal referéndum en Cataluña, triunfaría la opción de permanencia en el Estado español.

La lealtad constitucional tiene hoy, tras el largo camino recorrido, un nombre: federalismo. La deslealtad tiene otro: confederalismo vergonzante como paso hacia la independencia. Tal parece el problema de organización del Estado que tenemos planteado en este aniversario de la Constitución: no la fuerza de sus enemigos declarados, sino las políticas de quienes, haciendo uso de ella, la retuercen y exprimen hasta reducirla a material desechable, y las de quienes, por cálculos de corto vuelo, han renunciado a reformarla. Esta confluencia de malas prácticas es lo que da a nuestro tiempo el aire de un confuso fin de época en el que nadie, ni el Parlamento, ni el Gobierno, ni el Tribunal Constitucional, ni los partidos políticos, goza de autoridad para señalar el camino hacia la consolidación del Estado que hemos construido desde 1978.

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