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EL PARAÍSO
Columna
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La guerra de tranvía oxidado

En 1800 el Paraíso recibió finalmente el nombre de Coney Island. Y medio siglo después, el 26 de mayo de 1845, cuando habían pasado ya 200 años desde que Lady Deborah Moody y sus pacíficas anabaptistas hubieran agotado a un jefe indio persiguiéndolo sin cesar y hablándole todo el rato hasta que consiguieron sus tierras, un hombre llamado Alonzo Reed alquiló a las autoridades independientes de Coney Island un trozo de tierra por 25 dólares al año y el derecho de seguir alquilándola durante cinco años más. Y ahí construyó The Pavillion: una tienda inmensa de tela con una plataforma circular donde se podía bailar: la primera atracción del Paraíso. Y si bien se trataba todavía de una diversión adulta, lo que iba a resultar de los hombres y las mujeres que habían de venir, se acercaba. Y nosotros, su descendencia, podíamos ya entonces husmear las calles con olor a maíz frito y bebida de zarzamora prensada, las calles que ya tenían nombres de sirenas, de dioses griegos y de juegos. Cerca del lugar desde el que, desde hacía más de 50 años, la gente se reunía en sus ratos libres para celebrar sus efemérides en la playa y a planear por encima de las olas haciendo surf.

Las calles ya tenían nombres de sirenas, de dioses griegos y de juegos

The Pavillion era como una carpa maravillosa de circo, con una bandera que ondeaba tan alto que podía verse desde el mar y un cobertizo de madera cercano en el que guardar los instrumentos de los músicos. Su sonido, intimidado por el viento, convertía aquella primera atracción en un lugar imposible. De modo que con unos granos poderosos de imaginación y aquel grupo de gente que nació antes que nosotros y que quiso inventarse un mundo, una cosa llevó a la otra, la alegría desembocó en amor y finalmente, en 1860, en la tierra bendita de Coney Island se construyó el primer hotel. Era un caserón discreto de tres plantas que, a pesar de su apariencia común, escondía bajo sus planos la apariencia de un cubo perfecto: un dado. Se llamó The Coney Island House y estaba, cómo no, en la larguísima avenida de Neptuno que une la isla con Brooklyn.

La infancia, impasible, se acercaba. Volvía.

Y se detuvo, tras grandes zancadas ruidosas, en un observatorio de 300 pies.

Una nube. Porque antes, en 1823, la comunidad había autorizado la formación de Coney Island Road y Bridge Company, destinadas a proveer a la isla de otros accesos además del mar, aunque la nueva Ferry Island Company proveía a los habitantes de Manhattan de un servicio de barcos que funcionaban como si fueran tranvías. De modo que primero la gente se acercó desde Brooklyn y Manhattan a observar a los surfistas, luego se arreglaron para ir a bailar, en ocasiones especiales invitaban a sus familiares de provincia a comer en las playas infinitas de la isla y, además, algunos de ellos, por supuesto los más enamorados, se acostaban en aquel primer hotel que parecía una casa común pero que, en realidad, era un dado tentando a la suerte en la larguísima avenida de Neptuno.

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Fue entonces cuando valiente, fuerte, como una ballena terrestre, aquel lugar junto al mar que primero había sido un refugio de mujeres perseguidas, luego una tierra de libertad, más adelante una granja que flotaba, una empresa de sal y el refugio de bañistas de Nueva York y de amantes que se acostaban a dormir en los dados, se atrevió a soñar. Y decidió construir, a la altura inverosímil de 300 pies, un observatorio desde el que mecerse en las estrellas y observar la Luna como si pudiéramos haberla tocado. La Coney Island and Brooklyn Railroad estableció por entonces un servicio de coches de caballo que, como si fueran diligencias, iban y venían de la isla a tierra firme. Y Coney Island, que durante miles de años había estado sola, desplegó finalmente sus antenas de pulpo por el mar, los puentes que desembocaban en la avenida de Neptuno y los coches de caballo que 100 años atrás se habían usado en el Oeste para proteger las cabelleras de los ataques de los indios nativos de Norteamérica.

Y así, al fin, en aquella tierra extraña se quiso dar la bienvenida a todo el mundo y, por eso, se levantaron otros hoteles, como el Oceanic Hotel, que se quemaron tras su construcción, se reconstruyeron y se volvieron a quemar ocho años después. U otros que fueron derrumbados con el tiempo porque habían aparecido como cucarachas los increíbles automóviles. Y es que una sombra negra y poderosa cubría el futuro y tapaba la Luna que creíamos poder tocar desde el observatorio que estaba en esa altura imposible: 300 pies por encima de todos nosotros y aun así: mundo tapado, futuro incierto. Miedo. No por las cucarachas metálicas ni los incendios, sino porque se acercaba la Guerra Civil y Estados Unidos se sacudía como si tuviera espasmos intermitentes. Y durante cuatro años el mundo se convirtió en un lugar con humo, gritos, balas antiguas y carreteras abiertas a toda prisa en las montañas para escapar del horror.

Y mientras Coney Island cerraba hoteles por incendio o tiraba otros al suelo para abrir grandes estacionamientos para cuando terminara la guerra, los habitantes de Manhattan regresaban en los barcos a ver los surfistas, los de Brooklyn llegaban en coches de caballo hasta la entrada del The Pavilion para bailar los domingos y algunos, los más aventurados, volvían a caminar por los puentes que desembocaban a la avenida de Neptuno. Pero todo esto sucedió cuando el tiempo era más lento y el mundo avanzaba con su ruido oxidado de tranvía en guerra. Así que todavía faltaba un rato.

Porque aquél era todavía otro tiempo.

Pero al fin llegó 1864 y los Estados Confederados del Sur perdieron la guerra y los Estados del Norte, que querían abolir la esclavitud y los futiles intentos de independencia, ganaron la contienda y gran parte del país se convirtió una fiesta.

Así regresó el aire a Coney Island.

Y llegó silbando enloquecido por debajo de los ferries, cruzando las ventanas sin cristales de los coches de caballo y envolviendo los puentes de la avenida de Neptuno como si fueran nubes. Y así, el aire trepó 300 pies por encima de todos nosotros y convirtió el mundo en una mano y Coney Island en un globo. Y entonces sí. Entonces, con este mundo en paz, tras la construcción del The Pavilion, los primeros hoteles, los puentes, las líneas de ferry y las diligencias, todos nosotros pudimos trepar hasta el cielo en aquel observatorio gigante, como si fuéramos a buscar habichuelas mágicas, y observar a nuestros pies, tras un arco iris inmenso, la semilla invencible del Paraíso. El futuro.

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