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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Lepage 'de poche'

The Blue Dragon: un trabajo menor de Robert Lepage, con esporádicos destellos de genio, pero lastrado por su tendencia al melodrama. Y Toc Toc, de Laurent Baffie, una comedia megaburra, salvada por sus actores

Marcos Ordóñez

Robert Lepage ha presentado The Blue Dragon en el Teatro de Madrid, su sede habitual del Festival de Otoño. Vi la función con fluctuante interés y cinco o seis deslumbramientos, pero se me deshoja ahora, a diferencia de la mayor parte de sus obras, que se engarfian en el corazón y crecen en el recuerdo. The Blue Dragon, un título casi tintinesco, no tiene la magia, la emoción, el aliento épico ni las sorprendentes carambolas temáticas de sus trabajos precedentes. No es Lipsync ni The Andersen Project. Ni tiene por qué serlo, desde luego: espectáculos de ese vuelo se ligan, con suerte, una vez cada diez años. El método alquímico tiene esos albures. A veces Lepage junta churras con merinas y le sale una maravillosa oveja mutante, un animal nuevo y mitológico; otras veces, como es el caso, cocina una sopa en la que flotan, con escasa ligazón, perfumados hilos de azafrán y vegetales sintéticos. Lo mejor de The Blue Dragon es su tono lijado, crepuscular, de "extranjeros en el extranjero", un poco en la línea del lejano Saint Jack de Theroux y Bogdanovich; lo peor, la lentitud (dura sólo dos horas, pero se hacen largas), el pespunte melodramático, la árida linealidad narrativa. La historia es una coda, casi una nota a pie de página, de su extraordinaria Trilogie des Dragons: reencontramos a Pierre Lamontagne (Henri Chassé), el chaval que soñaba con China, ya cincuentón y varado en Shanghai, dirigiendo una pequeña galería de arte y viviendo en un viejo barrio que pronto va a ser expropiado por el Gobierno. El antiguo embrujo de Shanghai, para decirlo a la manera de Marsé, es ahora un monstruo bifronte, tironeado entre la rigidez comunista y la avidez neocapitalista, aunque eso no pasa de ser una idea general: poco nos dice Lepage de China que no sepamos ya. El dibujo de Pierre también oscila entre lo enfático y lo vaporoso. En el primer apartado, se nos informa de que su nombre y apellido muestran lo contradictorio de su ser: la piedra que rueda y la montaña inmóvil; en el segundo, hablando del tatuaje que orna su espalda y da título a la obra, proclama que "mostrar un tatuaje es mostrar una pena, y la mía es un dragón azul". Bonita frase, aunque nos quedamos con las ganas de saber, dramáticamente hablando, qué pena será ésa. ¿El paso del tiempo, los sueños perdidos, la nostalgia de la tierra natal? No sé yo si eso explica que a cada nuevo desgarrón existencial corra a perforarse la carne en un tattoo-shop. También parece ser que Pierre está enamorado de Xiao Ling (Tai Wei Foo) y admira (y expone) sus trabajos artísticos. Ambas cosas rozan el pasmo, porque Lepage nos presenta a la moza como una trepa de manual (amén de chillona, enrabietada y manipuladora) y sus trabajos apestan a exhibicionismo posmoderno: fotos de su cara, hechas con móvil, tras "experimentar una intensa emoción", como, por ejemplo, justo después de recibir la noticia de la muerte de su madre. La escena cumbre de Xiao Ling combina lo inverosímil con lo folletinesco: embarazada y a la deriva, a) se convierte en copista de Van Goghs y b) pone rock duro a toda mecha para no escuchar los llantos de su hijito. Muy Zola (y fané, y descangayada), pero poco más tarde nos cuentan antes de que naciera el crío se había ligado al director de un importante museo. Suerte tenemos de Claire, la ex esposa de Pierre, pedazo de personaje, formidablemente interpretada por Marie Michaud, una Helen Mirren canadiense, y, dato nada casual, coautora de la obra. Alcohólica, lesbiana, sarcástica y desesperada, contradictoria y vitalísima, Claire llega a Shanghai para adoptar un crío al precio que sea y se convierte no sólo en la hipotenusa del triángulo sino en el verdadero motor de la función. Suyas son las dos mejores escenas de The Blue Dragon, tan bien escritas como ritmadas: la noche errante de copas y confidencias con Xiao Ling y la reconciliación final con Pierre, cuando ambos reconocen con humor y bonhomía todos sus errores y autoengaños. Lástima que a la que Xiao Ling se queda embarazada ya sabemos por qué riel va a avanzar el tren del relato, casi estación por estación. Y que la historia central se disperse en meandros que no suman (que si los tatuajes, que si la caligrafía china, que si ahora te meto una escena de danza porque Tai Wei Foo baila muy bien), y que la habitual magia escenográfica de Lepage (y su artesano jefe, el magistral Michel Gauthier) sea aquí más estetizante que orgánica, o que suene a ya vista: la mejor metáfora visual del espectáculo (la nieve real que muta en "nieve televisiva" -la ausencia de imagen cuando no hay emisión- hasta cubrir el loft de Pierre) no pasa de ser un remedo un tanto desvaído de un concepto similar, pero infinitamente más poderoso, del último tercio de Lipsync. Hay un desajuste esencial: la multiplicidad de escenarios, montados a dos niveles, no agiliza la acción, y el despliegue de imágenes y la volatinería formal, siempre de altísimo nivel, parece querer cargar de ecos y trascendencia, un poco a la almodovariana usanza, lo que no pasa de ser, ya digo, un melodrama triangular un tanto trillado. El final de The Blue Dragon es el perfecto paradigma de esa tendencia. Lepage se saca de la chistera tres conclusiones posibles, a elegir: una idea muy ingeniosa, pero yo hubiera preferido que no me diera lo mismo quién se queda con quién.

Esta semana también me he echado al coleto Toc Toc, de Laurent Baffie, una comedia francesa sobre neurosis compulsivas, en el Príncipe Gran Vía. Buena no es, más bien es burra hasta decir basta, pero si la traigo aquí es porque siempre me produce una considerable felicidad ver a un grupo de actores sosteniendo y defendiendo un material inferior a sus talentos. Y comunicando con el público, que se lo pasa bomba. En ese reparto cabe destacar el soberbio oficio de Ana María Barbany, cómica de raza, me temo que insuficientemente valorada, y la despendolada energía de Esteve Ferrer (también director de la función), que compone un personaje de perfil jardielesco a caballo, insólita mezcla, entre Cassen y Javivi.

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