La esperanza de Rajoy
Decíamos ayer que la oposición es una necesidad ineludible en un sistema democrático como el nuestro. La oposición tiene encomendadas unas funciones básicas sin cuyo ejercicio entraríamos en fase degenerativa. En el momento presente podríamos pensar que la oposición está integrada por todas aquellas formaciones políticas situadas fuera de las responsabilidades de gobierno. Como en España el poder está distribuido, conforme a la estructura territorial, en distintas escalas -nacional, autonómica y municipal-, sucede que esas labores de gobierno y oposición atañen, según donde, a distintos partidos que de manera sincrónica ocupan el poder o están fuera de él en las esferas antes citadas.
Desde que se produjo la alternancia en marzo del 2004 y el Partido Socialista relevó al Partido Popular en el Gobierno de la nación, venimos clamando en el desierto por la necesidad de que el Partido Popular se convierta en una alternativa verosímil, que se distancie de los maximalismos cainitas, que sin ceder en sus deberes fiscalizadores adopte una actitud propositiva, que distinga entre los necesarios acuerdos de Estado y las iniciativas propias en todo lo demás. Intentamos marcar etapas, buscar caracterizaciones sucesivas de Mariano I, Mariano II y Mariano III, pero los acontecimientos venían a desmentirlas. El presidente Rajoy se pasó los cuatro años de la primera legislatura negando la legitimidad del triunfo de sus adversarios o conchabado con los negacionistas, que anidaban en la emisora episcopal y en el diario pedrojotista. De forma que sólo le quedaban alientos para inquirir en el Parlamento por las conversaciones que se habían entablado en aras de encontrar una salida al terrorismo.
La legislatura actual marcó un cambio de partitura. El Partido Popular entendió que la crisis abría una ventana de oportunidad, pero antepuso a cualquier propuesta de solución todo cuanto pudiera debilitar al Gobierno sin reparar en el perjuicio a los intereses generales. Parecía imbuido del principio del cuanto peor, mejor. Vivía entusiasmado con la perspectiva de que al fin el paro sumara más de cinco millones y alcanzara el 20% de la población activa. Así las cosas, el florido pensil de Valencia y el de Madrid estallaron con revelaciones sobre corrupciones varias, con el caso Gürtel goteando por todas partes y un espectáculo de rompan filas y sálvese quien pueda. Las tensiones interiores entre los genoveses proporcionaron esclarecimientos, pendientes de sustanciarse, como los ofrecidos por el vicealcalde de Madrid, Manuel Cobo. Porque sus palabras ante la cúpula del PP, a propósito del proceder de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, concluyeron con la expresión de que temía por sus hijos, en unos términos que por lo general sólo se escuchan en conciliábulos mafiosos. Y nos siguen faltando las explicaciones pertinentes.
Ahora, después de un fin de semana de ejercicios espirituales en Barcelona, reaparece Mariano Rajoy para enviar un mensaje de esperanza antes de que siga cundiendo la incertidumbre, el desánimo e incluso el pesimismo y de que el Gobierno continúe ofreciendo fatalismo, parálisis, improvisaciones o frivolidades, anticipo de la cosecha de escepticismo extendida por toda España. Rajoy se presenta como el camino, la verdad y la vida. Prefiere dejar para otro momento la autocrítica tras el espectáculo ofrecido al público de a pie, al que hizo frente con tan poca convicción, mientras prevalecía la idea de aguantar sobre la de reaccionar y ejemplarizar, como prueban los cabos sueltos que en cualquier momento pueden convertirse de nuevo en mechas.
Veremos qué significa eso de que no habrá próxima vez. Y si Mariano IV se suma a Ernst Bloch cuando escribió que "la razón no puede prosperar sin esperanza, ni la esperanza expresarse sin razón". Atentos.
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