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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

En la trastienda de Opel

El mercado europeo del automóvil es el vector resultante de dos fuerzas divergentes. La primera es la tendencia, para muchos imparable, de trasladar el centro de gravedad de la producción a los países del Este, puesto que allí es donde se encuentra la gran veta del consumo y los costes de producción son más reducidos que en los países del occidente europeo; la segunda es la inercia, política, fiscal y sindical, que defiende las plantas automovilísticas en sus lugares actuales, es decir, en los Países Bajos, Francia, Reino Unido o España. No conviene engañarse: sin las ayudas públicas, las conocidas y las desconocidas, hace mucho tiempo que las factorías de los países mencionados hubieran emigrado a cualquier localización situada entre Berlín y los Urales. La fabricación de automóviles no es ya sólo ni principalmente un problema de productividad laboral -aunque tenga su importancia-, sino un complejo cálculo en el que juegan sobre todo los beneficios públicos obtenidos a cambio de situar una fábrica en Figueruelas, en Almusafes o en Amberes.

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Detroit cambia de rumbo

Si el porvenir del automóvil aparece condicionado por las ayudas públicas (es decir, políticas), es más fácil explicar el movimiento del Gobierno de Angela Merkel para vender Opel a Magna-Sberbank y la hostilidad que ha provocado en Alemania la decisión final de General Motors (GM) de no vender su filial europea al grupo austroruso. Merkel y sus ministros habían resuelto el posible abandono de GM pactando con Magna-Sberbank un acuerdo estratégico que garantizaba la supremacía de la producción alemana en el futuro de Opel. Ese tipo de pactos es indetectable. Si acaso, se pueden rastrear observando detalles como el escaso daño que causaba el ajuste de Magna en las plantas alemanas; y, sobre ese fundamento, parece lógico sospechar que el reparto de los nuevos modelos de la Opel de Magna iba a favorecer casi siempre a las instalaciones alemanas. GM tiene otros intereses. Para el grupo de Detroit, el mercado europeo es vital, pero no es la única pieza de su puzzle. Y, además, cuenta con el respaldo manifiesto del Gobierno estadounidense.

El cambio de opinión de GM se ha explicado públicamente por la mejora de las condiciones del mercado mundial y por la consolidación financiera de la compañía. Pero, aunque lo niegan en público, sucede que el consejo de la empresa y la Administración de Obama no se sienten cómodos vendiendo tecnología a una empresa con un socio ruso. Los directivos de GM han debido calcular que ellos también son capaces de gestionar Opel con los ajustes de producción y las ayudas financieras convenidas por Magna. En el peor de los casos, si España, Alemania, Reino Unido o los sindicatos europeos rechazan que GM se subrogue los pactos de Magna, al menos saben hasta dónde ha llegado cada uno de ellos en subvenciones públicas, recortes salariales y despidos. Gran parte del camino está trillado.

A los gobiernos europeos y a los trabajadores debería inspirarles más confianza GM que Magna y Sberbank. Al fin y al cabo, Detroit está en su negocio. Ahora bien, el viraje de GM tiene una contraindicación palmaria: mantiene en vilo la reordenación de la industria automovilística europea y añade unos cuantos meses más de incertidumbre sobre Opel.

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