Tres ases para Wilde
El texto de Un marido ideal (1895), nuevo espectáculo del Goya barcelonés (y estreno absoluto en catalán, diría yo), bien podría ser la revisión mejorada de El abanico de lady Windermere (1892), el primer triunfo teatral de Wilde: sustituye el melodrama redentorista por una trama de corrupción política, mezcla alta comedia y vodevil, y dibuja una villana espectacular, la rutilante chantajista Laura Cheverley. La actualidad, pródiga como nunca en escándalos y trapicheos, ha acudido en ayuda de Josep Maria Mestres, que firma dirección y adaptación al presente (con Jordi Sala) de la comedia: el público ríe y aplaude frases como "en el Parlamento sólo entra la gente gris pero sólo prospera la gente oscura", que, por cierto, afila y mejora el epigrama original. La versión, sin embargo, tiene sus más y sus menos. Mestres y Sala, de entrada, se cepillan la recepción del primer acto, quizás porque es calcada a la de El abanico, o porque las fiestas de Wilde suelen padecer sobredosis de personajes y agudezas. Bienvenida la poda, pero modifiquen ustedes la estructura: mantener un ritmo de fiesta mundana con sólo siete actores obliga a unas extrañas entradas y salidas, como si los protagonistas volvieran una y otra vez para buscar un cenicero y soltar, de paso, una ocurrencia. La verdad es que, ya puestos, yo aún recortaría más. Las apariciones de Lady Markby (Carmen Balagué, eficaz pero demasiado en la línea María Isbert) serían imprescindibles en la época victoriana, cuando una dama de alcurnia debía acompañar obligadamente a una recién llegada como la señorita Cheverley: en el Londres de hoy esa figura carece de sentido. Y lo que dice Lady Markby, más bien pelmaza, tampoco es fundamental. Sólo tiene una frase realmente buena: "Ser moderno es muy peligroso: se arriesga una a pasar de moda enseguida". Durante parte del primer acto flota en la platea una cierta sensación de incomodidad: el ya citado problema de ritmo, el decorado de Quim Roy, que convierte la mansión Chiltern en algo similar a un armario de Ikea para guardar cedés, o el perfil estereotipado y gesticulante de Lord Caversham (Camilo García). La mejor baza de Mestres y Sala radica en haberse dado cuenta de que el verdadero protagonista de la función, el auténtico "marido ideal", no es Robert Chiltern, el político espejeante pero de turbio pasado, sino Arthur Goring, el falso cínico, un arquetipo muy querido por Wilde, no en vano lo calcó del Darlington de El abanico. Joel Joan, consciente de que tiene entre manos un papel de oro, le saca brillo hasta la irradiación: su Arthur es como ver a Jeeves y Wooster en una sola persona. Me encanta, por cierto, que haya vuelto al registro de galán de comedia, donde es imbatible. Joan es una estrella, y entiendo por "estrella" el actor que toma absoluta posesión del escenario con sólo pisarlo. Coloca formidablemente, controla hasta el último gesto e incluso cuando tiende al apayasamiento (las escenas vodevilescas, muy a lo Cary Grant, del segundo acto) resulta graciosísimo: esto lo hace en Broadway y tiene un Tony palmario. El único peligro es que se pase al correr de las funciones, porque sabe que gusta y que el público le adora. Desde aquí le rogaría que no añada nada más a su dibujo porque está redondo. El segundo as de la baraja es Silvia Bel en su mejor trabajo con Mestres, sin duda porque es su mejor personaje: Lady Windermere siempre perderá por puntos frente a la señora Erlynne, y Ariane Utterwood, de La casa de los corazones rotos, nunca dejará de ser un erizo con pamela. Bel interpreta a Laura Cheverley con inteligencia, seducción y peligro, condiciones esenciales para el rol. Está de cine, realzada por el precioso vestuario de María Araujo, y tan sólo le falta un poco más de sofisticación: la perversa Laura es una parvenue, desde luego, pero ha aprendido a dar el pego en salones selectos. A ser menos gata y más pantera, por así decirlo; cruce de piernas incluido. La escena del careo entre Bel y Joan tras el precedente vaivén de puertas y secretos (bravo aquí para el gabinete de Roy) es el momento cumbre de la función, rematado por una ingeniosa utilización de los teléfonos móviles, y así fue aplaudido con toda justicia. Tercer as, Mercè Pons. Ascendió a primerísima actriz como Goneril en El rey Lear de Broggi, hará dos temporadas, y ya estaba tardando en volver. Aquí realiza el prodigio de inyectar humanidad y elegancia espiritual (la más difícil) a un personaje tan antipático como el de Lady Chiltern, siempre con la moral y la rectitud por bandera. Pons es la más inglesa de todo el reparto: algo así como la versión de bolsillo de Julie Christie. Abel Folk es Robert Chiltern, y le pasa justo al revés que a Silvia Bel. Sus grandes personajes de alta comedia estaban en funciones anteriores: el flamboyant Hector Hushabye de Shaw y Darlington en El abanico. El problema, ay, es que aquí Darlington Bis ya está pillado y se lleva las mejores frases. Folk sirve una composición sobria y con verdad, aunque un tanto tirada hacia abajo. Desde luego que Chiltern es más gris que Goring, pero tiene suficiente conflicto y empeño como para que este estupendo actor muestre más energía. Energía que rebosa Anna Ycobalzeta, una auténtica dinamo cuya Gina Chiltern queda aprisionada por los adaptadores en el cliché de pija frivolona y casquivana (con añadidos triviales: ahora el gimnasio, ahora el funky), que se da de bofetadas con frases como "odio las perlas: me hacen parecer fea, buena e intelectual". Ycobalzeta funciona mucho mejor en la segunda parte, sobre todo en la escena de la declaración, cuando se convierte en la respuesta catalana a Ginger Rogers en El mayor y la menor. Josep Maria Mestres remata la función con una clausura ambigua, muy sugestiva pero quizás excesivamente celérica. El público, pese a los desajustes comentados, sale batiendo palmas. No digo que Un marido ideal será un éxito porque ya lo es: lleva, me dicen, veinte mil entradas de venta anticipada. Tal como anda el patio teatral este otoño, la noticia se merece un brindis con champán. -
Un marit ideal, de Oscar Wilde. Dirección de Josep Maria Mestres. Teatro Goya. Barcelona. Hasta el 31 de enero de 2010. www.teatregoya.cat/
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