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Columna
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La clave suelta

Ha sido hartamente reconocido, alabado y difundido el pesar por la muerte del general Sabino Fernández Campo. Tuve el muy extendido privilegio de tratarle con cierta asiduidad amistosa durante el desempeño como jefe de la Casa del Rey. Fue hombre singular, cuya simpatía e inteligencia desarmaba a quienes le venían de frente. Pasó buena parte de su vida pública bajo los potentes focos de la actualidad en la que le colocaba su delicada y a veces poco fácil misión. Era la cara y el peldaño indispensable para llegar al Rey y, al mismo tiempo, el muro donde el Rey resguardaba las espaldas. Como todo objeto expuesto a un deslumbrador foco, la mayor parte de su figura quedaba al descubierto. Pero esa misma intensidad permitía que tuviera también profundas sombras de intimidad que nunca fueron desveladas. Se ha dicho que era la mano derecha del Rey y, al producirse el inexplicado cese, pienso que fue porque no quiso ser su mano izquierda.

Fernández Campo era el peldaño para llegar al Rey y el muro donde éste resguardaba las espaldas

Aparte del efecto que provocaba el disfrute de su amistad, envidié del conde de Latores la apostura, la destreza, la aparente ingenuidad y el hecho de que, siendo un año mayor que yo, tenía un empaque, señorío y elegancia a las que bien hubiera querido aproximarme. La suave sorna asturiana y la impasible cortesía con que trataba a todo el mundo fueron el norte de su vida, la mejor arma y el más seguro parapeto. No creo que nunca dijera algo que no debería desvelar, pero, al menos en su trato con la prensa, de la que yo formaba parte durante nuestra amistad, daba la impresión de tratar al interlocutor con singular condescendencia como si fuera un compromiso muy especial. Imaginé que hacía lo mismo con los demás y en eso consistía gran parte de su encanto y su éxito.

Relataba inocentes intimidades escuchadas con avidez. Cierta vez, el Rey salió de La Zarzuela para lo que tenía que pasar por el despacho de su secretario: "Vuelvo enseguida", le dijo, como si no supiera cuál era el destino de aquella obligada ausencia. A poco, desde el piso superior, donde se encuentran las habitaciones privadas, la Reina conectó con el teléfono directo del jefe de la Casa: "¿Sabe usted, Sabino, si tardará mucho Su Majestad?". En esto, el aludido regresa y comprende que el general está hablando con la soberana, le arrebata el teléfono acercándolo a su boca y estampando un sonoro beso, sin decir otra palabra. Subió las escaleras de tres en tres, mientras el sorprendido edecán escuchaba, tras un ominoso silencio: "¿Se ha vuelto usted loco, Sabino?".

Lo dicho corrobora la fama de guasón de nuestro Rey, como el día que hizo esperar demasiado a un querido compañero periodista, más monárquico que Felipe II. Entró en la saleta de audiencias privadas y le cogió en brazos, danzando unos pasos con él. Era Julián Cortés Cavanillas, un hombre muy menudo y de una lealtad canina hacia los Borbones. De tanto en tanto, los directores o editores de periódicos éramos recibidos en palacio, como muestra de la deferencia del Trono con la prensa, al módico precio de unos sándwiches, croquetas y una confortable simpatía. Allí pude observar la maestría de la Reina, que se las arreglaba para dar dos o tres vueltas al salón y hablar con todos, mientras que el egregio consorte estaba inmovilizado por un grupo de plumíferos.

Dos días después del 21 de febrero tenía concertado uno de los ocasionales y frecuentes almuerzos con el general Fernández Campo, en los que de lo que más hablábamos era de nuestra tierra común. Pensé que estaría extenuado y con graves preocupaciones, tras el fallido golpe de Estado. No quiso aplazar la cita y lo único que recuerdo con nitidez, pues fue una de las escasas referencias al evento -salvo las generalidades que son de suponer- me dijo: "Su Majestad estaba muy tenso. Cada poco me decía: '¿No nos estaremos equivocando, Sabino?".

El general Fernández Campo no me pidió discreción, ni sigilo y tampoco creo que aquella cita fuera inconsciente. Casaba con la lógica de los hechos aunque contraría la redacción oficial de los acontecimientos. Hoy, desaparecido el general, con el sentimiento de que se ha perdido inevitablemente una vida muy valiosa para la historia reciente y para quienes pudimos un tiempo considerarnos amigos suyos, le dedico con afecto estas líneas adoloridas.

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