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IDA Y VUELTA
Columna
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Una posible biografía

Antonio Muñoz Molina

Cuántas historias se quedarán sin contar en España por falta de curiosidad, por la costumbre de la pereza, por una mezcla muy rara, y muy propia del país, de desgana por la indagación y gusto por el chisme. El chisme, la anécdota, reducen las biografías y los hechos históricos a una sucesión de chascarrillos, casi siempre de cuarta o de quinta mano. La incapacidad de contar con sinceridad y desvergüenza la propia vida se corresponde con el poco interés por investigar seriamente las vidas de personajes públicos cuyos destinos privados alumbrarían beneficiosamente la historia del país. Nunca deja de asombrarme la paradoja española o hispánica de las autobiografías. Los anglosajones, que en la distancia corta son muy reservados y hasta herméticos, escriben libros de memorias de una desvergüenza confesional inaudita. Nosotros, en apariencia tan abiertos, somos casi siempre pudibundos en nuestros testimonios personales, con la única excepción, que yo sepa, del novelista Jesús Pardo, que ha escrito sobre sí mismo con una falta de pudor tal vez aprendida en los largos años que pasó en Inglaterra. Biógrafos rigurosos podrían compensar la opacidad interesada, la manipulación del que elabora su propio personaje con la tranquilidad de que nadie se tomará la molestia de desmentirlo. Pero quién, entre nosotros, está dispuesto a trabajar tanto, a dedicar su vida al conocimiento de la vida de otro, a buscar cartas y entrevistas testigos actuando como un detective incorruptible de los misterios del pasado, los que se van borrando según se apagan como velas en la creciente oscuridad las voces posibles de los que recuerdan todavía.

Quién escribirá, por ejemplo, una biografía de Santiago Carrillo, que ha asistido durante tres cuartos de siglo no ya a los acontecimientos cruciales de la historia de España sino de la de Europa; que con veintiún años, poco más que un adolescente, fue consejero de Orden Público en el primer noviembre de la Guerra Civil en Madrid, cuando el enemigo se acercaba imparablemente a la ciudad y el Gobierno la había abandonado de cualquier manera huyendo hacia Valencia; Santiago Carrillo, que vivió en Moscú, como alto dirigente del Partido Comunista, los años lóbregos de Stalin, la duración burocrática de un destierro que parecía no acabarse nunca, el tiempo multiplicado por la ausencia, como decía Max Aub, y multiplicado más aún por la lejanía, la que separaba la Unión Soviética de España cuando casi toda aquella extensión estaba ocupada por los ejércitos alemanes. Carrillo ha escrito libros de memorias poco reveladores y muy poco autocríticos, ejercicios sobre todo de justificación política. Sus detractores lo han convertido en una caricatura apresurada y grotesca, la perduración del torvo sujeto diabólico cuyo nombre era pronunciado a veces en los telediarios franquistas: para los proveedores de la blandura ideológica gubernamental es una especie de abuelo entrañable, la encarnación de esa presunta memoria histórica que consiste sobre todo en una confortable desmemoria que modela el pasado al gusto de la propia novelería narcisista, adornando con banderas y palabras de hace setenta años la vacuidad dócil del presente, la pose de rebeldía de quien gracias a ella puede sin remordimiento dar coba a los que mandan.

La ideología, en la mayor parte de los casos, es una forma de pereza, una coartada para no molestarse en aprender. Los exabruptos ideológicos contra Santiago Carrillo son tan previsibles, y tan poco interesantes, como los parabienes por su presunta lucidez y su locuacidad de nonagenario, y ninguna de las dos actitudes ayuda a comprender la riqueza de una vida cuyos conflictos y enigmas se corresponden tan estrechamente con los del último siglo. Tan atractiva como la historia en sí misma es la posibilidad de la novela. Cómo sería tener veintiún años y encontrarse de pronto con una responsabilidad aterradora en una ciudad sitiada, en un caos de oficinas abandonadas a toda prisa y cajones de documentos tirados por los suelos, y teléfonos que sonaban sin que los levantara nadie. El drama de Santiago Carrillo en esos días de la guerra es el de tantas personas que se vieron arrojadas a un cataclismo cuya escala nunca supieron prever, a un desastre en el que la sinrazón y la pura crueldad y el despilfarro de las vidas humanas eran mucho más frecuentes que el heroísmo. Pero no es menos tenebrosa la historia que vino después, consumada la derrota, cuando unos tuvieron que quedarse y otros se pudieron marchar, cuando aquel hombre, todavía tan joven, se encontró viviendo en Moscú, en otro mundo, el de los funcionarios comunistas que tenían que aprender los mecanismos tortuosos de la supervivencia en la Unión Soviética, bajo la sombra homicida de Stalin, abrirse paso con astucias más administrativas que revolucionarias, imaginando una España que cada vez se les volvía más lejana, inventando fantasmagorías de levantamientos armados y huelgas generales, enviando a ella a conspiradores que muchas veces no volvían.

Hay buenos libros de memorias, desde luego, que permiten revivir la sensación de abatimiento y de miedo, la obstinación de no rendirse, el desengaño, la apostasía. Pero, por su misma naturaleza, cada uno de esos libros cuenta una parte de la historia y esconde otra, establece una coartada, una lista variable de inocentes y malvados. Hombres íntegros, militantes heroicos, padecieron la tortura, la cárcel y la muerte para combatir a una dictadura en nombre no de la libertad, sino de un ideal totalitario. En aquel mundo de sombras la diferencia entre la lealtad y la traición no siempre estaba claramente marcada, y más de un inocente fue ejecutado por sus mismos camaradas porque en un despacho de Moscú alguien había decidido marcarlo con la sospecha. Los castigos y las expulsiones de los disidentes tenían algo de anatemas teológicos. Leyendo esta clase de historias yo inventé hace más de veinte años una novela en la que quise contar algo de la obstinación y el coraje de la clandestinidad comunista en España, su parte de sacrificio y de alucinación. Pero me faltó talento para dar a mi relato la encarnadura de lo real, tal vez porque me fui pretenciosamente por las ramas de la ficción policial y de espías, o porque hay historias en sí mismas tan poderosas que se resisten a ser convertidas en novelas.

Ahora veo a Santiago Carrillo en el periódico, entrevistado por Javier Rioyo junto a otros testigos, Marcos Ana y Teodulfo Lagunero, y todo son de nuevo anécdotas complacidas, aventuras de ancianos que prefieren habitar en una vaga nostalgia no enturbiada por la introspección, no removida por la conciencia de ningún error, por ningún arrepentimiento. De ese modo también se desdibuja la grandeza que los comunistas españoles tuvieron: elegir muy pronto la concordia y la reconciliación, desprenderse de la esclerosis soviética para contribuir con tanta inteligencia política y generosidad a la conquista de nuestra democracia. A vidas así sólo les puede hacer justicia una de esas biografías que abundan tan poco por culpa de la pereza española.

Santiago Carrillo, en junio de 1978, durante un mitin del IX Congreso del PCE.
Santiago Carrillo, en junio de 1978, durante un mitin del IX Congreso del PCE.

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