_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Privilegios reales

La celebración del trigésimo aniversario del Estatuto estuvo dominada por esa expresión fetiche, de generosa y pugnaz vaciedad, en torno a la que llevamos revolcándonos estos últimos años: "el derecho a decidir". Recurrieron a ella los nacionalistas del PNV, en su peculiar celebración a contrapelo, y recurrió también a ella el lehendakari, en la exitosa recepción oficial. En ambos casos, sirvió además para que los medios subrayaran en sus titulares tan obstinada expresión, ignoro si para tratar de subrayar una supuesta coincidencia en los objetivos, o si para abrir paso a la eterna escenificación de lo mismo, esto es, para celebrar que el tema es inagotable y que nos seguirá ofreciendo gozosos momentos.

La expresión es uno de esos conceptos arenosos cuya fijación depende de las habilidades del bailarín de turno. Arenoso por movedizo, tanto puede significar todo como nada, y es evidente que hoy por hoy no significa lo mismo en boca del lehendakari que en boca de, por ejemplo, Iñigo Urkullu. Para el primero ese derecho ya lo tenemos -en la medida en que decidimos muchas cosas- y proviene del Estatuto. Para el segundo, lo que tenemos sería un derecho limitado, y la expresión se convierte en un eufemismo cuando se abstiene de nombrar su alcance deseado. La expresión, sin embargo, es la misma en ambos casos, y, en tanto que movediza, se presta al enredo, por lo que, en mi particular celebración del Estatuto, le pediría al lehendakari que, si ya lo tenemos, deje de darle vueltas, y le pediría a Urkullu que, si no lo tenemos, nos diga con claridad para qué lo quiere y deje de enturbiar el pozo.

Junto al derecho a decidir, la concordia fue otra de las invocaciones estrella de la celebración. El Estatuto fue un instrumento para la concordia entre vascos, lo que no deja de sonar a ironía si nos fijamos en nuestra historia reciente. Podemos quedarnos con que ése fuera su propósito, logrado o no, lo que también pongo en duda, al menos que fuera ese el propósito de todos los que lo apoyaron. Escuchemos, por ejemplo, a Aintzane Ezenarro: "el Estatuto no es punto de encuentro". Si alguna vez lo fue, cómo y por qué ha dejado de serlo, qué es lo que ha cambiado para que lo que una vez sí fue, al parecer, punto de encuentro, haya dejado tan taxativamente de serlo. ¿Cómo surgió de la concordia la ruptura?

La pregunta, sospecho, tiene una fácil respuesta: la concordia nunca fue para unos el objetivo del Estatuto, aunque sí lo fuera quizá para otros, para quienes más tuvieron que ceder en aquel momento. Nunca lo fue, y tampoco lo será en sus sucesivas adaptaciones y reformas. El círculo movedizo del derecho a decidir no se cerrará jamás, porque, lejos de la concordia, su objetivo único es el del poder pleno. No lo cerrarán al menos las discusiones bizantinas. Quizá lo haga la realidad -reflejada en la indiferencia popular-, y no los privilegios reales, pero ése es ya tema de otro artículo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_