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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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¡Y aún dicen que el pescado es caro!

Manuel Rodríguez Rivero

El otro día vi en la tele un anuncio de Vodafone cuyo protagonista era un simpático "editor literario" que aprovechaba no sé qué tarifa para controlar por teléfono a "su" autor a todas horas. Antes los niños querían ser médicos y enfermeras, bomberos y detectives, modistas o cocineros. Me temo que hoy existe una generación de preadolescentes que se pirran por ser editores. Tanto máster de edición, tanto glamour a cuenta de la feliz proliferación de pequeños indies han traído esta consecuencia. Con sus diferencias, claro: unos quieren ser editores "grandes", como Lara (quien, a su vez, ha confesado que le gustaría ser un "pequeño editor"); otros, "medianos", como mi querido Herralde (Anagrama), y otros, "pequeños" o diminutos, como mi admirada Diana Zaforteza (Alfabia), que ha conseguido (with a little help de la crítica) la proeza de vender dos ediciones del muy recomendable Mitologías de invierno. El emperador de Occidente, de Pierre Michon, a pesar de que sus 168 páginas en tapa blanda salen por 22,88 euros (IVA incluido). Como aquí somos todos muy finos, casi nadie se atreve a decir que los libros se están convirtiendo en un producto caro. Y, por supuesto, no me refiero sólo a los de los pequeños editores, que hacen tiradas cortas de libros minoritarios. Ya se sabe que Das Kultur no tiene precio, qué ordinariez. Lo que pasa es que, desde mi plebeyez, soy de los que creen que algo tendrá que ver el evidente retraimiento de la demanda con el elevado precio de los libros. Ya sé que hay muchos editores que piensan que el precio influye poco en la venta: son los que están demasiado ocupados en llegar a acuerdos sobre los márgenes con grandes superficies y libródromos y nunca descienden a hablar con los libreros de barrio para enterarse de lo que exclaman muchas personas cuando preguntan el precio de un best seller de gran tirada y les dicen que por encima de los 20 euros. Sobre todo si en el mismo año se han gastado un total de 67,50 euros en las tres entregas de la trilogía-tapón de Larsson. Y, por favor, que nadie le eche la culpa al precio de las traducciones: todavía tengo que conocer al primer traductor millonario. Del lado de los que escribimos sobre libros, se diría que existe como un pudor a caer en la cuenta, de una maldita vez por todas, de que los lectores son, antes de serlo, consumidores. Y que no estaría nada mal que alguien, alguna vez, se refiriera a la relación calidad/precio del objeto-libro: como si fuera un bien material y no un ente metafísico. A lo mejor esa cerrazón tiene que ver con que los críticos y los comentaristas no solemos tener que adquirir los libros de los que nos ocupamos: nos los regalan porque a los editores les interesa (y les sale muy barato) que hablemos de ellos. Bueno, ya sé que con este comentario me la estoy cargando y que alguno intentará refutarme con aquello de que en 2008 el "precio medio" de los libros fue de 13,26 euros. Ya me veo castigado con orejas de burro, de cara a la pared, con los brazos en cruz y sosteniendo un montón de volúmenes en cada mano. Espero que, al menos, sean de los más caros.

Izquierdita

Si usted es uno de esos numerosos votantes de izquierda que está pensando quedarse en casa la próxima vez que le convoquen a las urnas; si se siente seriamente desconcertado por cómo van las cosas y por el hecho de que "sus" políticos le traten como a un idiota y le oculten la verdad cuando pintan bastos; si le preocupan esas encuestas que señalan la alarmante desafección del electorado progresista y el aumento de la intención de voto para un partido enfermo de corrupción (y no sólo valenciana); si cree que ya no va a caer más en la trampa de votar a quien no le gusta sólo para que no gane una derecha que le gusta aún menos; si le ocurre todo eso, quizás no le venga mal echarle un vistazo a las Lecciones para el inconformista aturdido en tres horas y cuarto por un ensayista inexperto y sin papeles (Debate), un instructivo y original ensayo al que su autora, la periodista Irene Lozano, le ha colocado el subtítulo de La falta de ideas de la izquierda en la crisis actual. Lozano constata el adelgazamiento de la izquierda oficial en toda Europa y la ausencia de debates serios que vayan más allá de los bla-bla-bla chillones y huérfanos de ideas de las televisiones (productos, quizás, de la deserción de los intelectuales del debate público), mientras suministra algunas recetas asequibles e interesantes. Y todo ello expuesto con elegante ironía y desde la mirada autobiográfica y fiable de quien se sabe afectada por lo que denuncia.

Novelones

Ni Petersburgo, de Andréi Biely, ni Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa, están incluidos en el (sólo a veces) divertido canon en forma de cómic 90 clásicos de la literatura para gentes con prisas (Ediciones B), de Henrik Lange. Pero podrían haberlo estado si el autor hubiera tenido en cuenta a otros clásicos del siglo XX menos previsibles. De los dos acaban de aparecer sendas ediciones, lo que es muy de agradecer, porque ninguna de las antiguas traducciones (en Alfaguara y Seix Barral, respectivamente) estaban disponibles en el mercado. Petersburgo (1912) es seguramente la novela rusa formalmente más revolucionaria e influyente de los primeros años del siglo pasado; para Nabokov, que no tenía mal gusto del todo (a pesar de su antipatía por el Quijote), era una de las cuatro obras maestras del siglo XX, junto a Ulises, La metamorfosis y En busca del tiempo perdido. Entrega central de una trilogía de la que es la mejor parte, su auténtico protagonista es la ciudad del Neva, aunque en su trama -fragmentada en multitud de subtramas- se desarrollen los conflictos entre un alto funcionario y su hijo revolucionario, encargado de asesinarle durante la revolución de 1905 (Akal, traducción de Rafael Cañete). Gran Sertón: Veredas (1956) es una de las obras imprescindibles de la literatura en lengua portuguesa. Escrita en un lenguaje tan exuberante como difícil de traducir (mezcla de portugués arcaico y dialectos de Minas Gerais), la novela cuenta, entre otras muchas cosas, y por medio de monólogos joyceanos dirigidos a un impreciso oyente, la historia (también mítica) de Riobaldo, una especie de héroe clásico que se mueve como pez en el agua en el universo del sertón. Sólo conozco la antigua traducción del llorado Ángel Crespo, pero me dicen que la nueva, realizada por Florencia Garamiño y Gonzalo Aguilar para la editorial bonaerense Adriana Hidalgo (y de venta en las buenas librerías españolas), podría mejorarla. Que aquí conste.

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