La sonrisa cansada de Václav Havel
El ex presidente checo no deja de asombrarse ante el veneno que la era comunista dejó en la mentalidad de los ciudadanos. La corrupción y la desmoralización son una constante en la antigua zona de influencia soviética
Veinte años después de la revolución de terciopelo, con la que el pueblo checo puso fin a 40 años de comunismo, Václav Havel esboza una melancólica sonrisa. Nos encontramos en el céntrico Café Louvre de Praga cuando el otoño tiñe de rojo la capital checa, y el ex presidente, para ver todo lo que sucede en la sala, siente la necesidad de sentarse de espaldas a la pared. Debe de ser una costumbre adquirida durante los años de disidente perseguido por las autoridades comunistas.
Empezamos a hablar sobre el fracaso del comunismo: "El final del comunismo representa una advertencia a la humanidad y en especial a los que ejercen cualquier tipo de poder, a menudo desde la soberbia -cuenta Havel, muy convencido y serio-. Nada dura eternamente, ningún sistema político, ninguna situación de poder. No fue ningún ejército quien derrumbó al comunismo, sino la vida, el espíritu humano, la conciencia, el rechazo del hombre a la manipulación. Por eso explotó la llamada otra Europa ahora hace 20 años, y ante la mirada asombrada del mundo apareció un cráter del que empezó a brotar la lava de las sorpresas poscomunistas. En esa lava se amalgaman los miles de problemas económicos, sociales, nacionales, territoriales, políticos y sobre todo humanos, los de los millones de personas a quien el comunismo destruyó la vida. Problemas no siempre conocidos y comprendidos en la Europa occidental".
El disidente que llegó a jefe de Estado llama "capitalismo mafioso" al sistema poscomunista
La agresividad, como la exhibida por Václav Klaus, se palpa en la política y la vida cotidiana
Havel se anima cuando conversamos sobre la recepción de sus libros en España y sobre los años en que gobernaba su país. Le pregunto si cree, dada su experiencia como presidente de la República, que el ser humano puede salir indemne del ejercicio de la política. Havel me cuenta, pensativo, que la política contiene un sinnúmero de tentaciones peligrosas: "Si uno se entrega a ellas, efectivamente pueden deformarle. Personalmente estoy convencido de que a mí estas tentaciones no me han seducido; siempre he intentado recordar lo esencial: que la política es un servicio que nace de la ética. Sin embargo, mi comportamiento es algo que deben juzgar los demás".
Havel sonríe con escepticismo y yo le pregunto si el paso por la política ha transformado a ese eterno disidente de todos los sistemas políticos. "Lo que más me costó", dice con una expresión traviesa, "fue tener que hablar de manera diplomática: no podía decir todo lo que hubiera querido. Para una persona como yo, que toda la vida estaba acostumbrada a decir lo que opinaba, la obligación de expresarme de un modo frío, distante y diplomático resultó dificilísimo". Y ahora tiene que aprender a deshacerse de esta costumbre y volver a ser el hombre que dice lo que piensa sin cortapisas.
A pesar de su sonrisa, que no le abandona mientras conversamos, en el fondo está cansado: tras 20 años de transición, tanto la República Checa como los demás antiguos satélites soviéticos no se han instalado aún de pleno en la democracia. El poscomunismo ha engendrado una desmoralización general que aflora trufada de agresividad -como hemos visto en repetidas ocasiones en el comportamiento del actual presidente checo Václav Klaus-, y, según Havel, se palpa en todas las esferas: desde la política hasta la vida cotidiana.
El ex presidente checo confiesa sentirse en su país como en una pesadilla llena de embusteros y nuevos ricos. "Tras la caída del sistema totalitario", afirma Havel, "en los países del antiguo bloque soviético comenzó una etapa transitoria: el poscomunismo. Una fase de rápida y masiva privatización, no delimitada por ningún marco jurídico sólido, en la cual la antigua nomenclatura comunista controla tanto las informaciones como los contactos, lo que la convierte en el núcleo y la parte más influyente de la nueva clase empresarial". Esas personas, una vez enriquecidas y aupadas a las esferas del poder democrático, tuvieron ante todo la habilidad de limitar la libertad de expresión y de reunión política, tan necesarias a la democracia. Acostumbradas a ejercer el poder limitando el de los demás, esas nuevas clases surgidas de la antigua administración empresarial acoplan sin apenas disimulo el poder económico con el político y el control de los medios de comunicación. "Así han establecido algo que suelo llamar capitalismo mafioso", dice Havel.
Ninguno de los países que, hace 20 años, se desembarazaron del totalitarismo ha podido evitar los dos fenómenos que caracterizan el poscomunismo: la corrupción y la desmoralización en cuanto desánimo y pérdida del sentido ético.
En los países que vivieron bajo el comunismo, la población vive sumida en la frustración y la apatía generalizadas. Havel llama a esta atmósfera, que paraliza la sociedad, la "depresión poscomunista". El ex preso Havel compara ese extraño estado a la psicosis de un prisionero en libertad: "Cuando un preso, acostumbrado a vivir durante años en una estrecha celda con una estrictísima disciplina, sale de la cárcel y experimenta todo lo que de insólito tiene la libertad, cree que todo le está permitido, pero sufre bajo el peso de las decisiones que hay que tomar continuamente, mientras antes eran el Estado y el Partido quienes decidían". Y el ex presidente no cesa de asombrarse, de horrorizarse ante todo ese veneno que la era comunista dejó en la mentalidad de los ciudadanos.
Todo ello nos lleva a constatar la existencia aún hoy de importantes diferencias entre las dos Europas antaño divididas por el muro. "Cuando hoy en día alguien afirma aquí que proviene de Occidente, eso le proporciona una especie de aureola, mientras que si en Occidente dices que eres del Este, se te mira con recelo. Ser del Este no otorga precisamente prestigio".
Los ciudadanos de los países poscomunistas suelen tener ideas bastante más conservadoras que los habitantes de la Europa occidental. Desconfían de principios que puedan recordar la propaganda comunista, como educación o sanidad para todos. Según Havel, se trata de una reacción al régimen anterior: "La gente critica cualquier tipo de regulación estatal porque les parece comunista. Nos hace falta equilibrio, perspectiva. Y la llegada de nuevas generaciones, más serenas que las que vivieron los excesos ideológicos".
Existe, además, el problema de la mala conciencia y las reacciones que provoca. Ejemplo de ellas son la crispación y la caza de brujas, de la que han sido víctimas Kundera, Walesa y otros. Havel explica que los ciudadanos sienten ira porque, durante el comunismo, para sobrevivir tuvieron que plegarse forzosamente al régimen: "Adaptándose acabaron colaborando con el comunismo aunque no estuvieran de acuerdo con él. La gente se sentía humillada por tener que decir lo contrario de lo que creía. En la democracia, toda la ira y el odio acumulados despertaron y la gente se ha lanzado a buscar chivos expiatorios". A todos les cuesta aceptar que hubo quien no se plegó al régimen porque ese ejemplo les pone ante un espejo que refleja una imagen insufrible de sí mismos.
Ante ello, nos preguntamos qué pueden aportar los nuevos miembros de la UE al conjunto de Europa. "La UE padece esa antigua enfermedad europea que es la tendencia a aceptar el mal", reflexiona Havel, "a cerrar los ojos y cooperar con países autocráticos y a veces incluso dictatoriales. Creo que los nuevos miembros de la UE, que tienen una experiencia reciente del totalitarismo, deberían alertar a la UE en este sentido. Porque la complacencia hacia el mal nunca ha obligado al mal a retirarse".
Monika Zgustova es escritora. Su última novela es Jardín de invierno (Editorial Destino).
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