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Columna
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A Feijóo se la pintan calva

Vivimos en una época en que la sociedad y la política van a toda pastilla. Hace apenas siete meses que el PP ganó el Gobierno de Galicia. Sin embargo, las cosas no le van tan bien como debieran. Aunque no se puede hablar de cambio de ciclo, la vanidad conservadora -la creencia de que el país es suyo- deja ver sus primeras fallas. Galicia ya no es un balneario de la derecha. En el pasado fue cierto que el PP podía gobernar sin restricciones, con un control del territorio casi absoluto. Pero ese tiempo feliz, esa Edad de Oro, ya no volverá. Ni tan siquiera ha podido disfrutar mucho tiempo de las ventajas atmosféricas del poder. Las acusaciones de corrupción le privan de aquel engolamiento moral que ha sacado en procesión una y otra vez desde el 1 de marzo.

Nadie es capaz de decidir qué ha hecho la Xunta en estos meses. La confusión de objetivos es total

De hecho, casi desde el principio, las cosas se fueron torciendo. La dura realidad empezó a asomar la cabeza antes incluso del nombramiento del nuevo Gobierno. Muchos de los conselleiros lo son después de un arduo trabajo de descarte, condicionado por las numerosas negativas que Feijóo, el nuevo presidente, recibió. Se habla de la de Juan Ramón Quintás, el presidente de la Confederación de Cajas de Ahorro, pero esa es sólo la punta del iceberg. Como resultado, salió un Gobierno que, pocos meses después, concita una rara unanimidad, incluso en el propio PP: es convicción general que se trata de un Ejecutivo mediocre, con conselleiros quemados antes de comenzar su gestión. No sin una cierta dosis de humor negro, desde la oposición se asegura que es un Gobierno peor incluso que el bipartito.

Desde luego, nadie es capaz de decidir qué ha hecho en estos meses. Un Ejecutivo siempre necesita un tiempo para engrasar la máquina. Pero la confusión acerca de los objetivos es total. Salvo la deconstrucción de lo hecho por sus antecesores, y de una cierta dogmática de la austeridad, el nuevo Gobierno gallego es desconcertante por su inoperatividad. Y esa deconstrucción tiene efectos paradójicos: galvaniza al electorado socialista y nacionalista y hace mejor retrospectivamente al bipartito. El PP no integra, sino que socava sus propias bases. Está cegado por su orgullo y sus ansias, casi infantiles, de humillar a sus adversarios. No es una buena política para el PP, pero sí lo es para PSdeG y BNG. Los dioses siempre arrebatan a aquellos que quiere perder.

El fraguismo ha sido sustituido por esta cosa, el feijoísmo. Pero nadie sabe de qué clase de artefacto se trata, ni de si funcionará. De momento, todo son hipótesis gaseosas. Desde luego, la crisis económica erosiona a Zapatero y es muy probable que en su lomo el PP retorne al Gobierno de España. Pero incluso así, nadie puede asegurar que esta nueva derecha autóctona, que abjura del centrismo, de la moderación y de la galleguidad, y que parece pensada para el nuevo pijerío urbano, convencido hasta la médula de que es el centro del mundo, vaya a ganarse al respetable. La perspectiva puede confundir, pero no parece probable que la fórmula acierte, por más que la mentalidad de advenedizo, de nuevo rico, tenga cierta extensión. No todo ha cambiado, sin embargo: cuando Feijóo se despierta, Baltar sigue ahí.

Sea como quiera, todo lo que hace Feijóo está pensado no tanto para enraizar en Galicia como para abrirle el camino de la Moncloa. No sólo la política lingüística, los guiños a la derecha eclesiástica, las concesiones a los empresarios, las apelaciones a la austeridad, ese deseo de colocarse en la equidistancia entre los perfiles de Gallardón y Aguirre... Todo ello no tiene otro sentido que preparar ese objetivo. Desde el mismo momento en que alcanzó la presidencia de la Xunta, a Feijóo se le debieron poner los ojos como chiribitas, entornados tiernamente al centro del poder del Estado.

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Y en eso llegó el caso Gürtel. Es probable que el vendaval se lleve por delante a toda una generación del PP español incluyendo a Rajoy. Ni Camps, ni Gallardón, ni Aguirre, ni Arenas, ni Cospedal. Feijóo no parece tener mucho fondo, pero sí la habilidad del púgil en el cuadrilátero y baraka, mucha baraka. De ser así podría culminar su apuesta: ser el candidato al Gobierno español aunque, eso sí, sin haber podido consolidar su virreinato en Galicia, ni dejar sucesor de modo ordenado. Tendría que dejar la presidencia de la Xunta demasiado pronto.

Por si las moscas, Feijóo se pasea por los magacines de radio o televisión: quiere llegar a todos los públicos. No tanto hablando de política como a través de un juego de imagen que es tanto más fácil cuanto que simula carecer de pasado (hoy en el PP nadie quiere tener pasado). Feijóo quiere heredar a Rajoy por muerte natural. Pero tal vez se vea obligado a coger el toro por las astas. Al fin y al cabo, es ambicioso y la ocasión la pintan calva. Quien deja pasar a la Fortuna no puede, después, sino caer en los brazos del Arrepentimiento.

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