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OPINIÓN
Columna
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El derecho a mentir

El levantamiento parcial del secreto sobre las actuaciones sumariales de la trama Correa confirma informaciones ya conocidas sobre este formidable escándalo de corrupción política vinculada al PP y ofrece algunas novedades que meten en danza a las organizaciones regionales del Partido Popular en Galicia y Castilla y León o que sacan desde las bambalinas hasta las candilejas a personajes tan pintorescos como Alejandro Agag, de quien fue testigo Correa en su boda escurialense con la hija del entonces presidente Aznar. Es obvio que sólo los tribunales pueden condenar o absolver a los acusados de ese sumario. Pero no es menos cierto que las garantías constitucionales protectoras de los imputados en el proceso penal no prohíben al resto de los ciudadanos opinar sobre la veracidad de los hechos y la conducta de los sospechosos de este puerto de arrebatacapas.

Es inaceptable que los parlamentarios y altos cargos implicados en la 'trama Correa' falten a la verdad en el proceso

La descarada desvergüenza mostrada por la abrumadora mayoría de los implicados en el caso Correa a la hora de negar las evidencias y rechazar los indicios no difiere demasiado de las habituales estrategias de defensa adoptadas por los miembros de las bandas del crimen organizado. Sorprende y escandaliza, en cambio, que el presidente Camps, el senador y tesorero popular Bárcenas, el diputado Merino y los parlamentarios autonómicos de Madrid y Valencia, que representan a la voluntad popular, compitan con sus socios en las mentiras y se cisquen en la verdad.

Es cierto que el Estado de derecho garantiza a todos los acusados en un proceso sancionador -asesinos pasionales y terroristas fanáticos, ladrones de gallinas y caballeros de industria, estafadores vestidos de frac y políticos corruptos- el derecho a la tutela judicial efectiva con arreglo al principio acusatorio y la presunción de inocencia. El amplio listado de garantías procesales del artículo 24.2 de la Constitución incluye el derecho a no declarar contra sí mismos y a no confesarse culpables, cuyo origen histórico es la voluntad ilustrada de suprimir la tortura de los detenidos para arrancarles declaraciones contra su voluntad. Pero la camaleónica proclividad de los profesionales del poder en los sistemas democráticos a refugiarse bajo el paraguas de los delincuentes de oficio suena política y éticamente inaceptable.

La jurisprudencia constitucional española ha sostenido que ningún imputado en un proceso penal se halla sometido a la obligación jurídica de decir la verdad: "Puede callar total o parcialmente o incluso mentir". Pero la reciente sentencia 142/2009, que niega el amparo a dos policías municipales, matiza o modula esa interpretación al negar que las garantías a favor de los declarantes "consagren un derecho fundamental a mentir" o sean derechos "absolutos o cuasiabsolutos". Sobre todo si quienes los usan -como sucedió en el recurso de amparo y ahora en la trama Correa- tienen una posición jurídica diferenciada de los restantes ciudadanos que les asigna deberes especiales hacia la Administración y los administrados.

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