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Reportaje:

Un gueto en el pueblo

Inmigrantes que trabajan en las comarcas viven aislados de los vecinos

La aparición de vecinos extranjeros en los pequeños pueblos es ya un hecho generalizado. La provincia de Castellón alberga a miles de trabajadores inmigrantes, sobre todo rumanos, que conviven en el cotidiano rural con los vecinos de siempre. Pero la cercanía no genera amistad y los trabajadores extranjeros forman guetos en los pueblos y viven un poco aparte. Son los jóvenes los que están rompiendo el hielo y quebrando la desconfianza mutua.

Es mediodía en el centro de la villa y los 30 grados a la sombra no facilitan el ver muchos vecinos; la mayoría está en sus casas de la playa porque este es el pueblo estándar de la costa castellonense; vendieron los campos y solares a las constructoras y ganaron su dinero; en contrapartida, perdieron paisaje. Pero eso no parece importar mucho a estos agricultores acomodados. A algunos les molesta más la presencia de inmigrantes y parece una injusticia flagrante pues esa gente ha venido al pueblo a trabajar de firme. Ahora, las cosas se han puesto crudas por la crisis de la construcción y los inmigrantes miran mano sobre mano, desesperados, las hileras de adosados a medio construir que han destruido el paisaje mediterráneo para siempre. Poco tajo en el ladrillo, hay que esperar a la fruta.

La cercanía no genera amistad y los extranjeros viven un poco aparte
"Tratamos a los inmigrantes como personas y no para conseguir votos"
"Al atardecer nos vemos todos en la plaza, los del pueblo y los extranjeros"
Los rumanos están en la construcción y los magrebíes, en el campo
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Rosa, una vecina que alquila su casa a los inmigrantes, se queja sin mucho entusiasmo. "Ahora se están yendo muchos, pagaron religiosamente un año, pero me han dejado dos mensualidades colgadas y se han llevado los embellecedores de las camas. A ver si con la nueva campaña de naranja tengo más suerte".

También Yolanda, camarera joven de un bar del pueblo, suena xenófoba y poco informada, pero lo suelta: "Los extranjeros en el pueblo no aportan nada porque no pagan ningún servicio social y lo que ganan lo envían a su país".

En Almenara (La Plana Baixa), la regiduría de Bienestar Social hace lo que puede para evitar el aislamiento y la desconfianza. Fuentes de la concejalía lo explican así: "Aquí estaban acostumbrados a conocerse todos y ahora es diferente. Por eso hemos creado la agencia Amics con un programa especial para hacer ver que los inmigrantes nos enriquecen y viceversa. Es cierto que, en el día a día, la gente en la calle es xenófoba". La concejalía reconoce "disfunciones" en la convivencia pero no es alarmista. "Es verdad que cada vez somos menos tolerantes, depende de las circunstancias. Ahora con la crisis todo se complica. Pero nosotros tratamos a los inmigrantes como personas y no las utilizamos para conseguir votos como hace ahora el PP. Vienen desprotegidos y la derecha se aprovecha".

Aquí, muchas familias extranjeras se han concentrado en un barrio del arrabal del pueblo donde pagan una media de 400 euros al mes de alquiler. Viven puerta con puerta con los vecinos humildes de la localidad; inmigrantes del interior que ya se integraron hace décadas. Pero estos inmigrantes del siglo XXI no han venido a quedarse. De hecho, cada mes, mil inmigrantes rumanos están tramitando sus papeles para regresar a su país, según el cónsul rumano en Castellón.

Ahora, al atardecer, una pareja rumana y dos magrebíes comparten banco de madera en un reseco parque infantil del barrio popular. Un vecino del pueblo habla con ellos de trabajo. "Cuando el boom de la construcción todos estos dormían en camas calientes. ¿Líos? Ninguno. Los más reacios a hablar son los árabes. Un mohamed estuvo años sin hablarme, pero cuando se quedó sin trabajo, vino a mí. Normal".

Sale música de fanfarria eslava y griterío de chiquillada de una ventana donde viven trabajadores rumanos con sus familias. Los del Este preparan su papeo favorito de los domingos, la torrà de xulles, con leña real. Amalia, la anciana vecina de al lado, sabe aguantar de buen talante las algarabías que montan los vecinos extranjeros; Ramiro el viejo agricultor jubilado de enfrente, no. "Si le molestan, llame a la policía que vendrán enseguida", dice con mala cara. De hecho, el domingo pasado se presentaron en la casa de los inmigrantes los dos cuerpos policiales del pueblo, la Local y la Guardia Civil, se conoce que un vecino los llamó porque hacían mucho ruido. "Lo más inquietante es que los policías llamaron a la puerta con las porras; lo más cómico es que llegaron cuando ya se habían ido todos. ¿Tiene gracia, no le parece?", explica sarcástico un testigo.

Pero esto son excepciones. La vida es plácida en este pueblo rodeado de naranjos por todos lados. Por la calle del Horno se apresura arrastrando a sus chicos una vecina marroquí, va ataviada como si estuviera en casa, en su tierra del norte africano. Es la mujer de uno de los currantes magrebíes que esperan jornales con la campaña de fruta. A primera vista todo es armonía en este pueblo de Castellón de 6.000 almas, de las cuales 800 ya son extranjeros inmigrantes. La mayoría de ellos rumanos, que trabajan en construcción y el campo, la minoría, magrebíes. Con todo, un porcentaje importante.

Un vecino aclara una cuestión: "Los rumanos se integran por una vía muy sencilla: las chicas, que son muy guapas, hacen amistad con los chicos. Además, ellos no tienen problema de entrar en los bares a beber birras, como nosotros. Los magrebíes son muy diferentes, no beben, van a la suya y están más aislados".

En el otro extremo del país, Titaguas un pequeño pueblo de Valencia, junto al río Turia que baja de Teruel, las cosas son algo diferentes. Aquí hay dos hermanos de una familia magrebí que arrendó un rebaño de ovejas y en un año ha doblado su número y rendimiento. Los del pueblo les miran con admiración. Cuando se le pregunta a un joven de la comarca cómo van las cosas con los pocos inmigrantes del pueblo, sonríe: "Oye, aquí no hay problema. Al atardecer nos vemos todos en la plaza, los extranjeros y los del pueblo". Las pocas familias rumanas que hay en esta zona se ocupan de los ancianos. Por eso, un joven con una camiseta del Ché puntualiza agresivo. "Los hay que tienen delito. Son racistas intolerantes, como el tío El Cojo, que echa pestes de los extranjeros en público pero tiene una ecuatoriana cuidando a su hermana".

De nuevo en La Plana, los vecinos indígenas polemizan en el bar sobre los inmigrantes del pueblo. De algo hay que hablar. "Los negros son buena gente. Los inmigrantes son buena gente. Hay problemas pero lo importante es que vivimos en paz. ¡Por ahora!"

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