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Columna
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Derribos GIL

Decía Jesús Gil que sus ídolos eran Jesús, Franco y el Che Guevara, y no sé a qué Jesús se refería, aunque también dijo: "Con la popularidad que tengo, yo podría ser Dios". Lo votaron muchos en la Costa del Sol, en el Campo de Gibraltar, en Ceuta y Melilla. Fue promotor inmobiliario, presidente y máximo accionista de un equipo de fútbol, político, fundador del Grupo Liberal Independiente (GIL). Estrella de la televisión, presentó un programa desde una bañera. Hablaba ante las cámaras con un caballo, como un emperador romano loco. Cuantos más indicios había de que podía ser un delincuente, más votos ganaba en tres elecciones sucesivas. Duplicaba y duplicaba a la larga el número de concejales a su mando: de 19 a 43, de 43 a 93. En 1995 el GIL incluso presidía Ceuta.

Quería más: ser presidente del Gobierno para limpiar España. Juró limpiar Marbella, y en 1991 conquistó el Ayuntamiento con una demoledora mayoría absoluta. Era un político contra la política, un caso puro de populismo antipolítico. Constructor, tenía problemas con el gobierno municipal. En 1986 pagaba cantidades millonarias al PSOE para que el Ayuntamiento y la Junta le aumentaran el volumen de edificabilidad de una urbanización. Denunció los hechos ante el fiscal en 1996, cuando el posible delito ya había prescrito. En 1991 quiso ser alcalde. Era el primer candidato que no presumía de estar por encima de sus intereses privados para servir a la comunidad. Confesaba servir a la comunidad en beneficio propio: para ahorrarse los sobornos a los políticos profesionales o sobornarse a sí mismo. Se ponía al servicio de Marbella por sus intereses de constructor. Para hacer y vender más casas. Para ganar más.

Practicaba una especie de capitalismo crudo, fundamentalista, sin vergüenza. No disimulaba las relaciones de la política democrática con el egoísmo empresarial. Creía que la mayoría absoluta de los votos liquidaba todas las reglas de la democracia. El pueblo votante era la única ley: los votos eran los jueces que absolvían de cualquier delito que el gobernante pudiera cometer. Los políticos profesionales le parecían parásitos. Había que barrerlos, como a las putas. "Voy a echar a todas las putas", dijo. Limpió Marbella de mendigos, de extranjeros pobres. Su policía alcanzó una fama brutal. Gobernar era usar y saquear sistemáticamente los bienes públicos en beneficio privado. Los ayuntamientos del GIL ni siquiera eran amigos de pagar a la Seguridad Social, ni a Hacienda.

Estaban construyendo el paraíso, de Tarifa a Melilla. Había dinero líquido en las calles, internacional, de todos los colores. Gil dirigía un partido que era una empresa inmobiliaria y de servicios múltiples, y que fundía su Club Financiero Inmobiliario con los ayuntamientos conquistados. El proyecto Gil se convirtió en el modelo para la construcción de la región. La vía hacia la riqueza general era simple: transformar el patrimonio público en propiedad privada. Había trabajo, felicidad, fiesta, y Gil tenía ese estilo que llamaríamos fascistoide, matón, aunque muchos lo entienden como valentía: el don de la palabra insultante y atropelladora. Sonoro como una campana, era llano, natural, primitivo, excesivo, exagerado, uno más del pueblo. Insultaba a los árbitros, a los futbolistas millonarios cuando perdían. Pegaba un guantazo en una reunión de presidentes de fútbol.

Los políticos eran muertos de hambre, corruptos. "Yo soy rico y puedo permitirme ser honrado", decía. Anunció milagros: "Voy a resucitar Marbella". Se difundió su modelo para resucitar la economía. Nacieron cien pequeñas Marbellas de convenios urbanísticos tramposos y privatización masiva de suelo público. Los ayuntamientos se transformaban en oficinas de blanqueo de capitales delincuentes. Ahora la economía resucitada es un zombi.

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