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Columna
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Corazonada dramática

Mientras Cibeles convulsionaba con la corazonada olímpica de ese cantante llamado Bisbal (¡por todos los dioses del Olimpo!), en el Teatro Bellas Artes Ana Belén, acompañada de un sorprendente Fran Perea en el papel de Hipólito, interpretaba a la Fedra de Juan Mayorga y José Carlos Plaza con la profundidad, la intensidad y la belleza propias de un mito. Comenzaba así una semana doblemente dramática, en la que conocemos que la lista de partidas damnificadas por los recortes al Ministerio de Cultura en los nuevos Presupuestos Generales del Estado es encabezada por Conservación y Restauración de Bienes Culturales: un 31,8% menos. Ante semejantes extremos, no es de extrañar que pasen cosas como la del Teatro Lara, que ha tenido que inventarse la Fiesta de las butacas para recaudar fondos que permitan su sustitución por réplicas que los impulsores de la iniciativa prometen "exactamente iguales".

Las nuevas butacas del Lara serán similares, y hasta idénticas, pero no serán las mismas

A mí, ante este tipo de intervenciones, el corazón me da un vuelco y me acerca a la alarma que siente la AMITE (Asociación de Amigos de los Teatros de España), que desde el año pasado se opone a los planes de subasta de las viejas butacas alegando que la sala goza de protección integral, es decir, con mobiliario incluido. Esta es mi reacción inmediata, dado que lo más conservador de mi persona es el afán conservacionista, el gusto por esa incomparable emoción que producen las cosas antiguas. Me refiero, Platón y Benjamin mediante, a las cosas que proceden de su tiempo original (no digamos ya si se contemplan en su espacio primigenio), y a no sus réplicas, por exquisita que pueda llegar a ser su reproductibilidad técnica (que diría el viejo Walter).

Los encargados de Patrimonio de la Comunidad, que han dado finalmente el visto bueno a la sustitución de las butacas de la sala, dicen, tal vez para justificar su cambio de postura, que las actuales no son las butacas originales del Teatro Lara, construido en 1879 y conocido como la Bombonera de San Pablo (porque está en la Corredera Baja y porque su estilo es dulce y empalagoso, rico y exagerado como una caja de los más exquisitos chocolates), sino que datan de 1930. Como si los años 30 no pertenecieran a un pasado ya evocador, a través de cuyo recuerdo no se oyeran otras voces y se accediera a otros ámbitos.

Sí, las nuevas butacas del Lara serán similares, y hasta idénticas, pero no serán las mismas. Desde luego, habrán perdido, a través de su copia, el aura benjaminiana, si se interpreta ésta como espejo de otras cosas. Sentada el otro día en una de esas butacas de la Bombonera del Teatro Lara (porque, a pesar de mis tribulaciones conservacionistas, acudí a la llamada de los promotores de su sustitución, acaso porque en el papel de canapera me siento más cerca de Sergio Pazos, que soltó los 350 euros que cuesta el mecenazgo de sustitución de cada butaca, que de Arturo Fernández, que ha liderado la campaña de restauración propuesta por AMITE, que es la de mi corazonada inicial) experimenté de forma física, material, esa emoción a la que me refiero: la producida por la conciencia que emana de los objetos. Seguíamos la tragicómica, tierna e inteligente obra ¿Estás ahí?, escrita y dirigida por Javier Daulte, y mientras el actor Paco León brillaba en el escenario con el papel de un hombre que, por cierto, se relaciona con fantasmas, yo palpaba mi butaca, la sentía bajo mi cuerpo, acariciaba la madera de los reposabrazos e imaginaba quiénes serían las personas que habían estado sentadas justo ahí durante el estreno de, por ejemplo, Los intereses creados, obra cumbre de Jacinto Benavente que se estrenó en el Lara en 1907 (dicen que con tal éxito que el autor fue llevado a hombros desde el teatro hasta su domicilio) o El amor brujo, de Manuel de Falla, que se estrenó el 15 de abril de 1915 con Pastora Imperio bailando su papel de Candelas (quien, por cierto, es seducida por el espectro de su amante muerto, algo semejante a lo que le sucede a Mari Paz Sayago en ¿Estás ahí?). Quiénes serían, qué ropas vestirían, de quién irían acompañadas. ¿Qué susurraron al oído de al lado? ¿Alguien vio el roce clandestino de sus manos? ¿Aún conserva el cuero una remota reminiscencia de su perfume o del aroma de sus secretos? ¿Cómo se llamaban, cuál era su profesión, tuvieron hijos, murieron jóvenes? ¿Junto a qué espectro estoy sentada? ¿Lo que siento al tocar esta vieja butaca no es su conciencia viva, el aura de su ser en el tiempo y no en otro espacio que este; no es el espíritu de un pasado que ha quedado impregnado en los objetos y hace que sean historia?

Pero no estoy segura de tener razón y no sólo corazón, corazonadas. De llevarla, la razón, mi corazonada sería dramática, porque en un año esas viejas butacas serán sustituidas por su copia y acabarán en un salón de diseño o en un guardamuebles (porque ya ni siquiera existen los desvanes) o, el día menos pensado, en cualquier acera, que hay que quitar trastos de en medio. Y se perderá el aura. Que es lo que se ha perdido en los cines de la Gran Vía convertidos en tiendas de ropa barata, por más que nos quieran hacer ver, que nos quieran vender, que han sido conservados. Que es lo que tienen los mitos.

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