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Análisis:EL ACENTO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Obsesiones en el tablero

El ajedrez es un juego obsesivo. Es el único que depende exclusivamente de la habilidad del jugador, cierto, pero sería menos interesante sin brillantes desequilibrados como Morphy, Fischer o Steinitz. Incluso encarnaciones de la elegancia y la sobriedad como Capablanca, Alekhine o Botwinnik escondían una neurosis oscura, un escaque de resentimiento secreto bien palpable en la contundencia y ferocidad de algunas de sus partidas. La concentración mental insondable y la fácil conversión de un tablero en campo de batalla favorece la elección de un solo enemigo, el oponente favorito, la contrafigura en la que se concentra la atención durante horas, días y meses. Está, además, esa maldición de la memoria. Los ajedrecistas recuerdan miles de partidas, movimiento a movimiento. ¿Cómo no van a ser capaces de archivar un pequeño rencor o un agravio inadvertido?

Desde su primer enfrentamiento por el título mundial en Moscú (1984), Anatoli Kárpov y Gary Kaspárov forman parte de ese espectáculo que representa el argumento del doble odiado, como en el William Wilson de Poe, al que se permanece unido hasta la muerte. Es un clásico: McEnroe y Borg, La Motta y Robinson, Bahamontes y Loroño... Así como Spaasky y Korchnoi fundamentaron su duelo en el armazón de la guerra fría (el candidato oficial frente al disidente apátrida), Anatoli y Gary siguieron férreamente el guión de ajedrecista formal, ortodoxo e integrado frente al jugador iconoclasta, desarraigado e insolente (no tanto como Fischer, ojo). Además, con una madre en estado de vigilancia permanente, como las folclóricas.

Veinticinco años después de la cita en Moscú, han aceptado volver a ignorarse desde las orillas de un tablero. Esta vez en Valencia. La emoción es la misma porque, a pesar de la lija del tiempo, el motivo de su animadversión, cierta o impostada, ha cristalizado en la dureza inoxidable de los mitos. Es extraño que "un pensamiento que no conduce a nada, una matemática que no establece nada, un arte que no deja obra, una arquitectura sin materia", como definió Stefan Zweig el ajedrez, sea capaz de solidificar las obsesiones con tanta fuerza.

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