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Columna
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Minibotellón

Siempre dispuestos a fomentar la vida cultural, muchos ayuntamientos democráticos llevan años protegiendo el botellón, bien en su formato de botellón espontáneo, bien en un espacio acotado, el Botellódromo; han subvencionado a su vez fiestas tradicionales cuyo origen se remontaba a 10 años atrás; han protegido la llamada Tomatina, prodigio de expresión popular que ocupó este verano doble página en The Guardian con una foto de mozos trastornados revolcados en tomate. Sin duda, una gran tarjeta internacional de presentación. Se ha subvencionado hasta el arte del graffiti, siempre y cuando el mensaje callejero fuera escrito en la lengua vernácula. Se han subvencionado los encierros y los festivales de música de tres días a la vera de zonas vecinales. La democracia ha subvencionado la fiesta, pero sólo un tipo, la que divierte a la parte más ruidosa y desconsiderada de la población. Cuando en los noventa algunos escribíamos sobre el botellón que asolaba el centro de Madrid, con el consiguiente espectáculo de bebedores, meadores e incluso fornicadores a la vista de cualquiera, era inevitable ser tachado de aguafiestas. Hubo hasta el inevitable manifiesto de intelectuales defendiendo la juerga.

Dentro del abanico de tradiciones inmemoriales que los ayuntamientos protegen nunca han contemplado la más auténtica y pacífica de ellas: tomar el fresco. La imagen más cruel que me deja el verano en la memoria es la de tres abuelas, en un pueblo que puede ser cualquiera, sentadas a la puerta de su casa, tratando inútilmente de disfrutar de su sagrado momento de charla y relajo, mientras un minibotellón de unos 20 niñatos, con amplificación musical incluida, profanaban su paz. Como la música (por llamarla así) les hacía imposible charlar, las abuelas meditaban con la mirada perdida, resignadas, conscientes de su desprotección.

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