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Columna
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Trabajo y síndrome

Hay un temario recurrente, un anual itinerario informativo, que se desarrolla al ritmo de las estaciones. Tiene el encanto cíclico con que en otras épocas la humanidad asistía a los equinoccios, a las fases lunares, a la sucesión de siembras y cosechas. Del mismo modo, los medios de comunicación hacen ahora un canto a la épica de nuestro tiempo, repleta de retornos y migraciones. Así, cuando llega la primavera, hablamos del polen y de la fiebre del heno; los alergólos divulgan sus consejos para preservarnos de las arduas floraciones. La navidad es otro motivo reiterado, que permite a los detractores del consumo recordar en esas fechas lo malos y egoístas que somos por comprar pedacitos de felicidad en tiendas y en grandes almacenes. Pero hay otro periódico argumento que este año, para sorpresa de todos, ha faltado a su anual cita con los medios: el síndrome postvacacional.

A despecho del horrendo adjetivo, el síndrome describía un singular azoramiento que invadía a los trabajadores cuando regresábamos, orejas gachas, a nuestro puesto laboral. Era el sudor frío, el insomnio, el ánimo abatido, la presión sobre la frente, quizás esa melancolía que habían dejado en nosotros los buenos momentos del verano, el placentero recuerdo de un beso, un libro o una siesta. Antes, el síndrome postvacacional suscitaba extensos reportajes por parte de los periodistas, autorizados comentarios por parte de los galenos y ocurrencias más o menos felices por parte de nosotros, los mineros de la columna. Y sin embargo, este año, ¿qué sucede? El síndrome, asombrosamente, apenas se hace notar.

La culpa de esto la tiene la crisis económica. Mejor dicho, las malas expectativas que, a cuenta de la crisis, se anuncian para los próximos meses. Este es el tercer septiembre tras la primera detonación inmobiliaria, pero sólo ahora el síndrome desaparece. Y ¿por qué ahora? La respuesta, que quizás no sea sencilla, sí se puede aventurar: en este nuevo curso, a la incertidumbre de la crisis se le ha unido una absoluta falta de esperanza. Mientras en Europa y en Norteamérica afloran datos estimulantes, el otoño se anuncia entre nosotros, muy al contrario, con la amenaza de un alud de despidos.

El que tenga trabajo, que lo cuide, porque el que lo pierda tendrá que penar durante años. No existen señales de que en nuestro mercado laboral vayan a cambiar las tornas. El ministro de Trabajo, que paradójicamente no se dedica a facilitar la creación de empleos, sino a repartir limosnas, ha conseguido que volver en septiembre a la oficina o a la fábrica, y seguir teniendo una mesa o una taquilla, se haya convertido en un verdadero milagro. En estas condiciones, hablar de síndrome postvacacional sería una frivolidad intolerable. El de las personas sin empleo es el único síndrome del que podríamos hablar.

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