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Columna
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Ya volverá el verano

Otra vez aquí, ante el teclado, después de un agosto terrible que comenzó con un mordisco de mi gata en mi mano derecha mientras la sujetaba para que el veterinario le inyectara no sé qué cosa contra el celo, un buen bocado que se me infectó. La cosa fue mejorando poco a poco, y el resultado fue diez días sin poder hacer nada con la mano derecha y, lo que más me duele, sin poder siquiera acercarme al teclado del ordenador para hacer algo de provecho. Pero, amigos, agosto nunca viene sólo, de manera que cuando ya estaba en condiciones de manejar suavemente el ratón he aquí que el ordenador me impide entrar en Word y me avisa de que se ha perdido el archivo de sistema no sé qué y qué debo reinstalarlo con la ayuda del CD de instalación, que como es natural no tengo en casa, y tampoco está en su casa el técnico que me resuelve estos problemas, así que ajo y agua en las dos primeras semanas de un agosto infernal que, además, se complica rápidamente con otros problemas familiares de mayor envergadura, por lo que, masoquista como soy, me pregunto que habré hecho yo para merecerme tanta desgracia y tan juntita, o qué habré dejado de hacer para que se amontone de pronto la desdicha.

Y bien, a las teclas de nuevo, una vez no resuelto el problema, dispuesto a dar la vara que acaso el lector espera.

Nada, me digo para mis adentros, propicia más esa suspensión del tiempo que todo artista de fuste espera de los frecuentadores de su obra que los días de verano, esos días a menudo interminables que a veces se amontonan de manera inmisericorde en un estío demasiado prolongado. Sin ir más lejos, aquí el verano (o algunos de sus efectos, que viene a ser lo mismo) comenzó a primeros de junio y esta es la hora en la que ni se sabe cuándo habrá que darlo por concluido, si es que termina de una maldita vez. Hay ocasiones en las que uno está a punto de entregarse al desánimo. Adiós a Alcossebre y a la playa de Las Fuentes, donde todavía existe un paseo marítimo rotulado en su inicio con el bello nombre de Eduardo Zaplana, personaje acaso también responsable de que algún listillo bajo sus órdenes de entonces cementara la playa para impedir que los manantiales manaran desde la arena, con el resultado de que algunos meses más tarde los bloques de cemento andaban a la deriva entre las olas de la playa, con el consiguiente peligro para los bañistas y otras criaturas de tierna o madura edad.

Ignoro, por cierto, qué se ha hecho de ese gran hombre y por qué nos ha dejado en la estacada a los valencianos, con tanto como lo querían y con lo que nos divertíamos con sus ocurrencias, y me pregunto (una cosa lleva a la otra) si cuando Mariano Rajoy creyó deshacerse en 2004 de la cuadrilla de temibles emprendedores de la trama Gürtel ignoraba que desembarcaban en Valencia para echar una manita al gran Francisco Camps o si se trataba precisamente de proporcionarles una cobertura periférica a fin de que dejaran en paz al líder nacional de los populeros, y a cambio de qué cosa, qué protocolo de silencios, qué perseverancia pactada en la propensión al delito. No sé cómo acabará todo esto, y además que por lo que precede queda claro que no me encuentro en el mejor momento para vaticinar nada, y no como Rafael Blasco, que el pobre siempre está siempre tan en forma que seguro que ahora mismo está tramando alguna de las suyas mientras yo escribo tonterías. Agosto, el más cruel de los meses, se ha largado y lo deja todo en una suspensión del entendimiento que acaso reviscolará apenas arranque el otoño. Pánico me da pensarlo.

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