Bauhaus / Puerta del Sol
El otro día al pasar por la Puerta del Sol de Madrid me sorprendió una cosa nueva, muy grande y muy fea. La plaza, que es más bien horrorosa después de todos los disparates que ha ido sufriendo, estaba magullada en la perspectiva la miraras desde donde la miraras. En medio, grandísimo, impávido, hasta orgulloso, estaba aquello machacando lo único que quedaba de mi infancia: la visión dicharachera del anuncio del Tío Pepe que parecía esa mañana una invitación a ponerse ciego -que no quiero verlo-. Me faltan las palabras que lo describan: nunca he visto nada así, al menos despierta. Porque no es exactamente tremendo: es lo siguiente.
Al principio pensé que se trataba de otro disparate urbanístico pasajero, como esa calle de Serrano que no es sólo la caza del tesoro, sino el tren de la bruja con unos autobuses que cada día paran cerca de una zanja diferente y a poco que te descuides te caes (eso si no se acaba por derrumbar el puente de Juan Bravo con tanto vibrador). Pero no. Aquel horror con forma de mechero hortera, de esos que son una bola del mundo con una tapa que se abre escondiéndose dentro de la estructura, había venido para quedarse.
"No sabes lo bien que está por dentro". Comentaba un amigo. Esa debe ser entonces la explicación: en la nueva estación de Sol se ha hecho tal esfuerzo dentro que se han quedado extenuados a la hora de diseñar la parte exterior. No he querido siquiera enterarme de quién es el autor, no sea algún amigo y me lleve un disgusto. Tampoco sé quién anda tras el artefacto, si ayuntamiento, administración local o central, aunque una impunidad de este calado debe ser un proyecto de varios.
Lo que llama la atención es que los que han encargado la estructura no hayan oído que hace casi cien años, en 1919, se inauguraba la Bauhaus, una escuela que quería enseñar a diseñar objetos útiles y bellos y, sobre todo, discretos -la esencia de lo moderno-. Por allí pasaron desde Kandinsky e Itten hasta Gropius y Mies van der Rohe y la visitaron como profesores invitados prácticamente todos los vanguardistas de los años veinte y treinta. Algunas de sus propuestas de arte, arquitectura, diseño, textiles o fotografías se pueden contemplar hasta primeros de octubre -en que viajará al MOMA- en la Martin Gropius Bau de Berlín y si es verdad que no aparece un claro "estilo Bauhaus", no es menos cierto que un halo de actualidad sobrevuela todo lo expuesto.
Visitar esta exposición es el mejor antídoto para el susto de Sol, pero a los que no puedan llegar hasta Berlín les propongo darse una vuelta por el teatro del Canal, de Juan Navarro Baldeweg, o por la exposición del estudio de Fernández Alba y del Pino que se presenta en el Pabellón del Botánico, una pequeña retrospectiva de su trabajo. Cada vez tengo más claro que la arquitectura debe estar inserta en la ciudad y no ser una escultura colocada en medio de ninguna parte, como esas cuatro torres de Madrid, remedo solitario y a destiempo de un Nueva York escasísimo. De todos modos, tampoco Madrid está sola en esto: el mal de la torreescultura se parece en el mundo completo, de Londres a Dubai. Piezas de coleccionista, prestigio social que en medio de una ciudad chata como Madrid queda más estrambótico aún. Así que, por favor, que no enseñen la Puerta del Sol a los de los Juegos Olímpicos, ¡que volvemos a perder! Y si no hay más remedio, que echen un papel Albal por encima y digan que es un jamón gigante -"tan nuestro"-.
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