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SOBRE LA MESA | Pimientos, tomates y atún
Columna
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Sabores del cercano Oriente

Arduo tema el de los pimientos, el del porqué de su nombre, y el de sus propiedades, que parece tanto aprovechan para componer un pisto como para perfeccionar un marmitako.

Lo del nombre es una historia casi interminable: de surgir con los romanos por aquello de pigmenta -colorante, y también droga, ingrediente o condimento- hasta topar con Colón, quien echando agua a su molino se obcecó en asimilar el picante de los chiles que encontraba en sus paseos por el Nuevo Mundo con el que producía la pimienta, semilla o ardiente fruto -Piper nigrum- que ofrece la piperácea tropical en la isla de Java.

Aquello que se pretendía Oriente resultó ser Occidente -aunque no tanto como el hasta entonces conocido- y lo que pareció pimiento fue en su origen un producto peculiar, novísimo y diferente, al que llamaban ají o de otras maneras, según relató un testigo presencial, el padre Bartolomé de las Casas, incómodo juez de nuestras costumbres y comportamientos allende los mares, y que en su Apologética Histórica escribió: "No comían chilli que es la pimienta que llamaron los de las islas axí...".

Los chiles que conocíamos se convirtieron en pimientos
Colón dio en llamar al tomate manzana del amor y lo hizo fruto predilecto

Esta y muchas otras cosas más relata Alejandro Arribas Gimeno en su Sabores que saben, libro que también nos informa de la rápida expansión que tuvo el cultivo en España de los chiles traídos por los conquistadores y sus herederos, ya que por su fácil crianza -que no precisa de grandes extensiones ni de aguas que lo aneguen- presidía huertas y jardines, donde con normalidad se les veía, casi tanto como en las macetas caseras, a las que prestaba viveza y color. Los chiles que conocíamos fueron convertidos en pimientos después de algunas preselecciones y juegos mendelianos, y dejaron de picar a la vez que crecía su tamaño y sabor hasta el punto que hoy conocemos y nos deleita.

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Sin embargo, el tomate, cuando lo encontró, no le recordó a Colón especia alguna por lo que él o sus acompañantes y sucesores así que lo vieron dieron en llamarle manzana del amor, que se coloreaba con el tiempo, y cultivarlo y comerlo con profusión, de tanto que les gustó. Su también fácil crianza y sus ansias de desarrollarse -tomah significa en idioma náhualt, lo que crece- lo hicieron fruto preferido de nuestros compatriotas, que lo adoptaron desde su más tierna infancia para no abandonarlo jamás.

Lo comemos crudo y entero, o triturado, en ensalada o gazpacho, en soledad o con distintas compañías; verde y maduro, en salmuera, prensado y salado bajo algún sol de justicia, o asado, como remate de algunas faenas de arroz.

A su regazo, y formando parte indispensable del sofrito, se encuentra en todo guiso que se precie en nuestra cultura, y no se concibe como era nuestra cocina popular hasta la llegada de la dorada manzana, que todo lo impregna y perfuma.

El jugo que aporta hace que los elementos que junto a él se cocinan se bañen dulcemente del sabor que posee en exclusiva, merced a esa suerte de fritura con cocción que permite practicar el agua que desprende, por lo que el pimiento y el atún en el caso que nos ocupa -y tantos otros en nuestra culinaria- previamente troceados y fritos, encuentran un dulce bálsamo con su fusión.

<i>Pimentó, tomaca i tonyna, </i>homenaje a Rothko.
Pimentó, tomaca i tonyna, homenaje a Rothko.TANIA CASTRO

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