Las bellezas de Galicia
En sus últimos años mi padre pasaba muchas de sus tardes cuidando un pequeño curro -una extensión de pinos, robles y abedules, tal vez algún castaño- en Sancobade, al pie de Vilalba. Lo hacía por precaución, para limpiar el bosque de matorral y así evitar incendios, pero también para conversar con la gente que pasaba y con la que se demoraba sin contar el tiempo y porque, de algún modo, ese pequeño pedazo de tierra lo conectaba a lo que había sido su origen. Era una actitud en la que se mezclaba lo práctico y lo sentimental. Quién sabe qué asociaciones desataría en su mente el cuidado de aquel lugar. Tal vez la frase de Renan "la patria son la tierra y los muertos", tan del gusto romántico, estuviese cerca de su ánimo.
El uso adquirido del lenguaje llama conservadores a los que, de hecho, no lo son. No conservan ni protegen nada
Es un sentimiento que el galleguismo, que fue un movimiento que se correspondió con una sociedad agraria, como lo fue la infancia de mi padre en los años 20, supo expresar. Pero entre tanto, Galicia ha ido cambiando su estructura social y, con ella, los presupuestos de su sensibilidad. Hablar de la saudade o del sentimiento del paisaje como caracteres del pueblo gallego es algo que era plausible hasta hace 40 ó 50 años. Pero hoy el tono del país lo da mejor la reciente huelga del metal, el anuncio del Sergas de eliminar las peonadas o las discusiones sobre áreas metropolitanas y fusiones financieras. Nos hemos vuelto una sociedad moderna: qué le vamos a hacer.
En los años 60 fue muy popular un álbum de cromos, Las bellezas de Galicia, inspirado en las Estampas de Galicia que 50 años atrás había publicado el fotógrafo Ksado. Las fotografías ofrecían una imagen del país llena de paisajes bucólicos, puestas de sol en las rías, imágenes de los hórreos de Carnota o Combarro, y fotos de los pueblos aún no estragados por corporaciones venales. Era, por supuesto, una imagen que respondía a un tópico. Pero también mostraba una conciencia estética que oscilaba entre las convenciones del género -la fotografía con tipismo- y la iconografía del país que habían creado gentes como Asorey, Castelao o Sotomayor, inspirados por la pintura flamenca -Franz Hals, Pieter Brueghel- o por gentes como el pintor vasco Zubiaurre. Es una línea de sensibilidad que se ha ido diluyendo.
Entre tanto, la bandera del romanticismo la han recogido los ecologistas. La lucha por la preservación del medio ambiente es también la lucha por evitar que las formas más depredadoras de capitalismo hagan de su capa un sayo y aprovechen las riquezas naturales sin retorno social alguno. Galicia sabe mucho de esto: Fenosa es sólo un ejemplo entre otros muchos. Además de las sucesivas leyes de ordenación del territorio -sobre las que cabe preguntar si alguna vez han ordenado algo- basta con leer los periódicos para que uno se entere de cómo se le permite a Iberdrola secar en distintos tramos el Sil o de cómo el nuevo Gobierno, con un sentido de la libertad siempre encendido, concede licencias para canteras y piscifactorías y relaja la protección del paisaje costero e interior. Y qué vamos a decir de las vicisitudes de las concesiones eólicas, la próxima futura estafa. El uso adquirido del lenguaje llama conservadores a los que, de hecho, no lo son. No conservan ni protegen nada.
La historia de la privatización de los recursos naturales, desde las presas en los ríos hasta las bateas en el mar, es recurrente. Nuestro desorden, antológico. Habríamos podido ser Holanda pero de cuando en cuando nos asalta la duda de si no nos parecemos más bien a Sicilia. Aunque el nuestro es hoy un país de trabajadores, a los que interesa un fuerte compromiso de la Administración para regular y proteger derechos, sigue imperando lo peor de la mentalidad heredada: la creencia de que si uno tiene un solar nadie puede impedirle alzar un edificio de 20 plantas, aunque en la calle adyacente no se pase de las dos o, mucho menos, que una tierra pueda enajenarse, aún con la compensación más justa pensable.
Buena parte de nuestras discusiones públicas lo son entre el intento de establecer criterios racionales -de instituir una cierta modernidad- y esa anarquía conservadora que amalgama a los entusiastas del capitalismo sin reglas con el criterio del paisano que considera inadmisible cualquier intromisión en su propiedad. Está claro que en los últimos 30 años habríamos podido hacer las cosas mucho mejor si fuésemos una sociedad más culta y consciente. Pero ha imperado el tipo social del nuevo rico, gente sin complejos que ha pasado por encima de lo que ha podido. Con mucha frecuencia, por cierto, con el aplauso público. Entre nosotros hay mucho paleto que admira al cínico, al trepa y al oportunista con no disimulada satisfacción, aunque a él no le vaya nada en ello, y aún siendo un perjudicado. Son las paradojas de un crecimiento económico muy veloz pero también muy desequilibrado, como iremos comprobando en lo sucesivo.
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