Otra línea Maginot
Politizar el trato al inmigrante es el medio más seguro de enredar aún más el problema. Sería mucho mejor dedicar medios Sería mucho mejor dedicar medios a luchar contra el tráfico de personas
Cuando Nicolas Sarkozy no era todavía el presidente de Francia, protagonizó un célebre debate televisado con el septuagenario Jean-Marie Le Pen, que llevaba veinte años tronando contra el laxismo de su país y de Europa a propósito de la inmigración. Ante las cámaras, el ultraderechista comenzó a barbotar invectivas hacia los extranjeros, culpándoles de la delincuencia. Y Sarkozy le replicó: él, Le Pen, ya había tenido tiempo de vivir lo poco que valía la línea Maginot. Además de jugar astutamente ante los electores con la vejez del líder extremista, el futuro presidente trajo a colación la facilidad con que el ejército hitleriano había roto los fortines de defensa, en 1940, usándolo como metáfora de la ineficacia del cierre de un país para impedir que revienten sus fronteras.
Hay una inmensidad de personas deseosas de vivir en países donde la gente no nazca condenada a la miseria
Pero sin llegar a clausurar el suyo, Sarkozy no para de endurecer el trato a las personas sin documentos. Presiona a las autoridades para acelerar las expulsiones y su Gobierno lanza redadas frecuentes. Por ejemplo, en el Paso de Calais, puerto importante y punto de arranque del túnel ferroviario bajo el Canal de la Mancha, donde han sido detenidos casi 19.000 extranjeros en lo que va de año, el mismo sitio en el que el propio Sarkozy creyó haber resuelto un problema cerrando el centro de la Cruz Roja donde eran acogidos anteriormente. Es verdad que Francia no ha llegado al extremo de Silvio Berlusconi, promotor de la reforma que trata directamente como criminales a los extranjeros sin papeles. Y en Bélgica, el país donde residen las instituciones europeas, millares de demandantes de asilo tienen al Gobierno de los nervios.
Todo se mueve tan rápido que hasta Zapatero se apresta a reformar la ley de Extranjería. Precisamente el Partido Popular le espera, también en este terreno, para calentar el otoño del presidente. Las palabras de Rafael Hernando, portavoz de inmigración del PP, resonaron como un toque a rebato cuando explicó sus argumentos, a finales de julio. Alegó que ya hay demasiados extranjeros y que España no puede seguir soportando la llegada de cientos de miles de inmigrantes, como lo ha venido haciendo "por culpa del Gobierno".
A su vez, varias asociaciones difunden en Internet el llamamiento de una de ellas, "Salvemos la hospitalidad", también contra la reforma prevista de la ley de Extranjería, aunque por razones completamente distintas. No aceptan que se castigue a los que permiten a los inmigrantes empadronarse en sus domicilios sólo con la intención de que puedan sacarse la tarjeta sanitaria o pedir plaza escolar. Temen que, a falta de empadronamiento, no puedan acudir al médico ni vacunarse. (Sí podrán ir a urgencias, contribuyendo así a la saturación de estos servicios hospitalarios). El Gobierno, que pretende evitar los pisos patera, hará bien en distinguir entre la hospitalidad altruista y aquellos titulares de domicilios que se lucran con el tráfico de personas. Es cierto que no empadronarse y carecer de cobertura sanitaria normal puede convertirse en un factor patógeno: los virus no respetan las normas de extranjería.
Porque las corrientes migratorias no van a detenerse repentinamente. Sean las de origen americano, que llegan por vía aérea, o la precaria navegación en barquichuelas, desde el continente africano. La crisis económica y la mayor vigilancia las ha frenado un poco, pero hay una inmensidad de personas a disposición de los traficantes; queda gente de sobra con ganas de trabajar y vivir en países donde la gente no nazca y muera condenada a la miseria o a vivir sin derechos. ¿Cómo responder a ello desde Europa? ¿Enviándolos a casa en grandes contingentes, para aplacar a los grupos políticos xenófobos e islamófobos? "La inmigración no es un grifo que puede abrirse y cerrarse a voluntad", sostiene Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, quien recomienda mantener la puerta abierta a los trabajadores inmigrados para responder a las necesidades de mano de obra a largo plazo.
Frente al aluvión de iniciativas de hecho y de derecho, diversas organizaciones no gubernamentales y otros grupos se apuntan a la resistencia. Por ejemplo, unos misioneros combonianos instalados cerca de Nápoles extienden permisos de estancia a inmigrantes sin papeles, con tampones que en vez del sello del Ministerio del Interior llevan la marca "del Señor". Uno de los religiosos entregados a tales menesteres se lo ha explicado al diario La Repubblica: tras 13 años de misión en África, acoger a africanos le parece una continuidad obligada de su labor anterior. Es su modo de oponerse a la penalización de los extranjeros en la región azotada por delincuencias tan autóctonas como la Camorra.
Anécdotas al margen, politizar el trato al inmigrante es el medio más seguro de enredar aún más el problema. Sería mucho mejor dedicar medios a luchar contra el tráfico de personas. Sabemos más de la política contra los accidentes de carretera que de gente detenida y condenada por traer irregularmente a inmigrantes; empezando por las redes que aportan mujeres, cínicamente llamadas "carne fresca", al ejercicio de la prostitución. Rara vez se sabe de los apoyos con que cuentan estos tráficos en territorio europeo. Implicar a la sociedad en ese combate sería más constructivo que entregarse al populismo: aquí sí que debería dotarse de los poderes precisos a la justicia y a la policía. Una política de inmigración democráticamente acordada y de ayuda a los países de donde viene costaría menos dinero y menos desgarro social que nuevas líneas Maginot destinadas a cerrarles el paso. Además, ahorraría motivos de cizaña al emponzoñado debate europeo sobre la cuestión migratoria.
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