QUINCE
Habíamos acostumbrado a Dedo a dormir en la cocina, sobre una canasta con un almohadón. Aquella noche, cuando estaba todo el mundo dormido y yo con los ojos como platos, me pareció escuchar unos gemidos. Me levanté con cuidado, abrí la puerta, atravesé el pasillo, entré en la cocina, encendí la luz, y el perro dejó de gemir unos instantes. Pero ni movió el rabo ni leches. A ti te pasa algo, coño, le dije agachándome. El animal me miró como si acabaran de apalearlo y continuó gimiendo. Me senté en el suelo, lo cogí, lo coloqué entre mis piernas cruzadas y comencé a acariciarlo. En una de esas, al pasarle la mano por el vientre, me pareció que lo tenía hinchado. Además, dio un respingo, como si le doliera. Me cago en la hostia, dije, a ver si he empezado a envenenarlo sin darme cuenta, como esos psicópatas que tienen una personalidad que no conocen (aunque mi problema, tal como lo veía yo, no era el de la doble personalidad, sino el de la ausencia total de ella). Pero bueno, el caso es que como a veces sucede lo que imaginas (una vez, de pequeño, imaginé que se moría una vecina que me daba asco porque tenía bigote y se murió), corrí de nuevo al dormitorio, encendí la luz de la mesilla, abrí el cajón y busqué el frasco con las cápsulas que había rellenado de detergente. Volví a la cocina y las conté. Había seis, las mismas que yo había preparado. ¿O había preparado 10? Los síntomas de Dedo eran, por lo que yo había visto en Internet, los de un envenenamiento. Empecé a sudar de canguelo. Luego arrojé las cápsulas a la pila y abrí el grifo, para que se deshicieran. Tardaron un siglo en disolverse, tenía que haberlas tirado por el váter. Anda, que si aparece ahora mi hermana, pensaba yo mientras las aplastaba con un tenedor. Luego, lleno de culpa (y era una culpa mía, porque procedía del vientre) me llevé a Dedo a la cama y dejé que durmiera conmigo. Al día siguiente el hombre invisible nos miró al animal y a mí como si yo me hubiera vuelto loco, pero no dijo nada. Me pareció una mirada fría, impasible, indiferente, la mirada de un niño psicópata. A ver si va a ser este gilipollas el que se está cargando al perro, pensé.
Como a veces sucede lo que imaginas, de crío imaginé que se moría una vecina que me daba asco por su bigote

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