Vibrante Leonard Cohen
Con la voz más honda que nunca a sus 75 años, el canadiense reparte emociones en el bosque de Castrelos
Si, llegado el caso, se acabase el baile, siempre quedará el amor o, al menos, su recuerdo. No el de la amante ladrona que se fuga con los millones, claro está, sino el de las personas que hacen de las canciones de Leonard Norman Cohen (Montreal, 1934) parte de su vida. El de quienes, cualquiera, aletean enredados en un alambre por puro instinto de supervivencia; el de todos aquellos que cogen de la mano a una Suzanne para dar un paseo por la orilla del río.
Funambulista melancólico en la cuerda floja de la metáfora, hechicero de los significados comunes o prestidigitador de emociones antiguas. El pensamiento viaja hacia todas las direcciones para intentar explicar el misterio de quien tiene la capacidad de sondear las profundidades del alma con las entradas del diccionario. En la voz de Cohen, septuagenario, se reconocen el perímetro del dolor y de la alegría, las aristas del deseo y las extensiones kilométricas del miedo.
Se arrodilló varias veces para entonar sus plegarias cósmicas
En tres horas, con un descanso de 20 minutos, repasó sus canciones eternas
Avatares novelescos, cómo no, han propiciado una ocasión de oro para admiradores y gourmets. Aún pensando en la máxima expresión de la profesionalidad, no deja de resultar una paradoja, muy afortunada por cierto, la reacción generosa del músico ante el último renglón torcido de su devenir. Para recuperarse económicamente del desfalco de su ex manager y compañera, que dio al traste con el patrimonio que reservaba para su retiro, el artista arruinado regala su mayor tesoro a los oídos del mundo. El público que acudió al auditorio del Parque de Castrelos de Vigo el pasado jueves pudo comprobar que Cohen realiza su ofrenda a manos llenas.
No hay rastro de resentimiento sino dignidad en quien encara el fracaso de un sueño y vuelve a la carretera para hacer lo que mejor sabe: "Intentaremos daros todo lo que tenemos", fueron algunas de sus primeras palabras poco después de hacer su aparición en escena, a las diez en punto de la noche. Y el gesto del canadiense fue correspondido por los 20.000 espectadores que permanecieron tres horas clavados en su sitio recibiendo aquellos dones con un mutismo sobrecogedor, casi místico a la hora de los recitados del hombre que, convertido al budismo, es apodado El silencioso.
A sabiendas de ser él mismo un anhelo para los casi 2.000 asistentes de pago y para los que abarrotaron el graderío de Castrelos, de acceso libre y gratuito, Cohen se mete en faena. Lástima, por la enorme demanda, de las filas de asientos que quedaron vacíos en las proximidades de la puerta de invitados. "Gracias, queridos amigos, por vuestro cálido recibimiento y por el privilegio de tocar en este lugar". Sus saludos fueron breves y escasos; no así su sonrisa radiante y su mirada tranquila durante gran parte del amplio recital ocurrido en el corazón del bosque de Castrelos. Puede ser un mago, pero enseña sus cartas. Nadie esperaba otra cosa que no fuese una interpretación impecable de sus canciones eternas. La salmodia que comenzó con Dance me to the end of love fue engarzando temas como piedras preciosas: Everybody knows, In my secret life, Sisters of mercy y la más aplaudida y coreada, Suzanne.
Los años han agravado tanto la hondura de su voz que la escalada hacia el tono agudo es un imposible. Cómodamente instalado en su susurro enronquecido, Cohen tampoco se compromete intentándolo: sube lo justo mientras deja esa tarea en manos de su cualificado coro, formado por la compositora Sharon Robinson, solista en la espléndida Boggie Street, y las hermanas Charlie y Hattie Webb, integrantes de una banda de nueve miembros. Para todos y cada uno de ellos tuvo su líder palabras de elogio: el batería Rafael Bernardo fue el príncipe de la precisión; el saxofonista Dino Soldon, el maestro de la respiración. Muchas veces arrodillado en medio del escenario para entonar sus plegarias cósmicas, Cohen también buscó constantemente la complicidad del guitarrista barcelonés Javier Mas. Otro ademán característico de la noche tuvo como protagonista el pequeño borsalino negro con el que cubría su cabeza y que se quitaba cada vez que uno de sus músicos completaba un solo. En la misma actitud de escucha respetuosa, se llevaba el sombrero al pecho cuando se apartaba de la luz de los focos.
Al regreso de un descanso de veinte minutos, el músico tomó el teclado para entonar con las coristas Tower of Song, la canción que interpreta con los U2 en el documental I'm your man (Lian Lunson, 2007). Con una carcajada casi autobiográfica refrendó la letra: "No dejarán que te maten las mujeres en la Torre de Canción", dice en un pasaje de la composición, que alude al oficio de cantante, el de Cohen desde hace más de 40 años.
Con las ironías de la vida a cuestas, Cohen hizo varios amagos de despedirse cuando se cumplían las dos horas de concierto con Take this waltz. Incluso provocó las risas después de tanto aplauso enardecido abandonando el escenario a saltitos. El bis supuso otra hora de su lirismo añejo y a la vez contemporáneo. Una mezcla que anidará como un vibrante recuerdo.
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