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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

La musa más sedienta

Manuel Rodríguez Rivero

Alcoholismos

El verano echa humo, pero no es silencioso: desde la semipenumbra donde escribo (la pantalla del ordenador es lo único que irradia luz, pero -ay- también calor) escucho con atención flotante el runrún del concierto de aparatos de aire acondicionado del vecindario, un repertorio sonoro que se repite cada año con obstinada puntualidad. La musa sedienta reclama su pago y decido dárselo: me inspiro en el muy práctico Libro de los cócteles (Alianza), de Carlos Delgado, para montarme un mint julep sin angostura (no tengo) y poco bourbon (tengo que trabajar), pero con doble ración de hojas de menta provenientes de la maceta de la ventana (la única de la que me ocupo). La bebida es componente imprescindible de la idea romántica de la literatura; hay quien afirma, incluso, que el alcoholismo es la enfermedad profesional de los escritores (excepto, supongo, de los que practican el microrrelato: no les daría tiempo). Alabado como motor de inspiración y desbloqueo, el alcohol también tuvo conspicuos detractores dentro del métier: Balzac (Tratado de los excitantes modernos, Ediciones Menoscuarto), un esclavo del café (que acabó matándolo), afirma que el alcohol en lugar de activar el cerebro, lo atonta. Y Edmundo de Amicis -el patriótico y muy sobrio autor de Corazón- pinta un sombrío panorama de las consecuencias de la embriaguez en Los efectos psicológicos del vino (Trea). De la cultura de la bebida -en su variante irlandesa, una de las más extrovertidas y ricas en referencias literarias- están emborrachados los textos antologados por Peter Haining en Beber para contarla (La Otra Orilla), que ha reunido un conjunto de relatos de asunto alcohólico de diversos autores locales (incluyendo a Joyce, Beckett y Synge). En cuanto a los relatos moralistas y (pretendidamente) disuasorios acerca de los efectos del alcohol, tengo que confesar que con ellos me sucede lo mismo que con películas (tan buenas, por otra parte) como Días sin huella (Billy Wilder, 1945) o Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962): que me producen la reacción contraria a la que pretenden suscitar. En cuanto termino de verlas me levanto y me preparo un doble de Johnnie Walker, ese amigo que me acompaña desde hace tanto tiempo, aunque, incomprensiblemente, sin dejar nunca de caminar (ni siquiera en agosto).

Ionesco

Interior burgués inglés, con sillones ingleses: ésta es la primera anotación escénica de La cantante calva. Mi sillón de orejas podría servir para el decorado, aunque estos días de canícula batiente me gustaría de plástico y flotando en el mar. Volviendo a Ionesco (1909-1994), de quien este año se celebra el centenario, la primera vez que vi representada una obra suya fue a cargo de un grupo universitario, con el público esperando a que entrara la bofia gris y repartiera leña de Franco con saña de Camilo Alonso Vega (un hombre todo ternura). En aquella época, el padre del llamado "teatro del absurdo" se nos antojaba el paradigma del dramaturgo antiburgués: La cantante calva (1950) o El rinoceronte (1957) parecían demostrarlo fehacientemente. Y, sobre todo, nos fascinaban aquellos diálogos insólitos, ingeniosos y repetitivos, inspirados -según confesaba su autor- en los del libro de aprendizaje de inglés del célebre método Assimil (ya saben: my taylor is rich, my taylor is not rich). La nueva biografía que le ha consagrado André Le Gall (Flammarion, 25) rastrea a este personaje, a la vez patafísico y académico, que se convirtió en los cincuenta y sesenta en uno de los dramaturgos más conocidos y representados del planeta. Hasta el punto de que el teatro eclipsó lo demás: las novelas, los relatos, los ensayos literarios, los interesantes diarios (reeditados por Páginas de Espuma en la traducción de Marcelo Arroita-Jáuregui). Le Gall explora también el pasado político de Ionesco, quien, aunque nunca había pertenecido a la fascistoide "guardia de hierro" de Codreanu (al contrario que sus compatriotas Cioran y Eliade), sí había formado parte de la delegación rumana ante el Gobierno títere de Vichy. De aquel crítico de la sociedad satisfecha de posguerra nos ha quedado un corpus dramático (publicado con honores de clásico en La Pléiade) significativo, pero que ha resistido bastante peor que el de Samuel Beckett, con el que se le intentó relacionar en su momento. Como contrapartida al relativo desinterés actual por su obra, las dos piezas que le dieron a conocer -La cantante calva y La lección- se han convertido en una de las atracciones turísticas de París, representándose a diario y en doblete, desde hace más de medio siglo, en el Théâtre de la Huchette.

Discriminadas

Vamos a ver: en el palmarés del Premio Cervantes (1976-2008) sólo figuran dos mujeres; en el del Nacional de las Letras (1984-2008), tres; en el del Nacional de Ensayo (1976-2008), una; en el del Nacional de Narrativa (1977-2008), dos, y en el del Nacional de Poesía (1977-2008), dos. La verdad es que es como para dar un portazo y largarse a otro planeta donde sí exista la vergüenza. La proporción de mujeres galardonadas en los premios literarios concedidos por entidades privadas no es espectacularmente mayor. En la RAE y en otras prestigiadas instituciones culturales, la presencia de la mujer es casi anecdótica, independientemente de su (a menudo) meritorio trabajo. Como también lo es, a pesar de las apariencias, en los puestos decisivos (los de verdad, que son los de las pelas) del sector del libro (salvo, claro, en las agencias literarias). Hay pocas mujeres en la crítica literaria, y los libros que escriben las damas suelen recibir un tratamiento mediático bastante diferente del de sus colegas varones. Todavía recuerdo -por poner un ejemplo extremo- una reseña de un conspicuo crítico que afirmó (en un prestigioso suplemento) que determinada escritora parecía "una monja que descubre que tiene clítoris". Los mencionados más arriba son algunos (hay muchos más) de los aspectos que examina pormenorizadamente Laura Freixas en La novela femenil y sus lectrices (Universidad de Córdoba), un libro que no debería pasar inadvertido porque dinamita algunos de los tópicos biempensantes y panglosianos (éste es el mejor de los mundos posibles, creía el personaje volteriano) que suelen circular en los mentideros de la cultura. Freixas, que lleva años investigando la que denomina "desvalorización de las mujeres y lo femenino" en el mundo de la cultura, se centra en este libro en la recepción crítica de los libros escritos por mujeres. Por cierto, su publicación ha coincidido con la de Cuentos de amigas (Anagrama), una antología editada y prologada por ella en la que se incluye una quincena de relatos (seis inéditos) de algunas de nuestras mejores escritoras.

Ilustración de Max.
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