Vacaciones
Si, como yo, han tenido que quedarse en casa este verano, no desesperen. Piensen en los que se pelean en estaciones y aeropuertos, y disfruten luego de su rutina, tan agradable, en una ciudad vacía; piensen en unos museos llenos de obras donde pasar las vacaciones. Les propongo una fórmula para irse lejos sin sufrir las incomodidades del trayecto: viajar con la vista y la imaginación. ¿Qué tal mudarse un rato a un cuadro? A los que anden por Madrid les sugiero dos de mis pinturas favoritas para este verano, pero seguro que el resto tiene una obra especial en cada una de sus ciudades.
La primera es la Anunciación de Fra Angelico en el Prado. ¿Ven los colores delicados, el contundente azul de ultramar salpicado de oro, la transparencia de los rostros, la escena prodigiosa, esas telas de una sutileza fuera de toda descripción? ¿Y el gesto y los arcos y la meticulosidad de las plantas? ¿Lo ven? De repente no hay nada más alrededor: es el encuentro con la obra, entrar en ella. La imaginación se va llenando de historias, conocidas o inventadas. ¿No es cierto que hemos viajado tan lejos como se pueda imaginar, en el tiempo?
Y, apenas unos pasos más allá, la segunda propuesta: el Biombo morisco de Matisse en la exposición de la Thyssen que con tanto acierto ha comisariado Tomás LLorens. Entremos. En este óleo cada lugar de lo cotidiano se ha vuelto exótico, ¿verdad? Las telas, las alfombras, el biombo mismo nos hacen soñar con países lejanos, pasiones de coleccionista, de harén, como las que expresa otras veces el pintor. Y ese espacio quebrado... Sorprendente. Cada cosa parece sostenerse inestable entre la densidad de tejidos. Pienso de pronto en el delicioso libro de Nieves Soriano, Los viajeros románticos a Oriente (Universidad de Murcia): buen complemento para este viaje por la otredad su conversación con Delacroix o Flaubert.
¿Que han visto estos cuadros infinitas veces? Mejor. Se trata de acercarse de otra manera: sentirlos con los ojos. Porque mirar una obra, algo que parece tan obvio, es desdichadamente cada vez más raro -hasta creo que acabo de plantear una excentricidad para algunos-. Quiero que me enamore lo que veo, que me ofusque, que haga que mi corazón vaya deprisa cuando presiento el encuentro al ir avanzando por las salas. Lo confieso, me gustan los museos y las obras de los museos. Me gusta que las cosas me entren por los ojos apasionadas y violentas; que me quiten la respiración y me invadan la retina. Ya ven, así de antigua soy. Por eso no me gusta el nuevo Guernica: me parece un poco un cromo grande.
Aunque trato de mirar cada imagen con la misma intensidad -al fin y al cabo lo he aprendido todo de los libros de Abby Warburg, el historiador alemán que supo mirar sin jerarquías-. Pero, aprendiendo de Warburg, trato de distinguir entre un recorte de periódico y la Primavera de Botticelli -él lo hacía-. Sobre la pasión por mirar más allá de las teorías estériles y sobre el moverse cómodos entre "documentos" y "obras de arte" tratan los libros que acaban de publicar dos de nuestros más inteligentes historiadores. El primero, El objeto y el aura (Akal, 2009), muestra a un muy lúcido y sorprendente Juan Antonio Ramírez revisando el falso origen de la modernidad como un sistema sin sistema. El segundo, Estudios antiguos (Machado Libros, 2009) de Juan José Lahuerta, es una especie de apasionante historia visual a través del cuerpo, regresando a algunos de los temas más audaces que prometía su trabajo sobre Gaudí. No dejen de leerlos..., son una forma estupenda de irse de vacaciones mientras el vecino se consume en el atasco. Feliz verano.
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