TRECE
Lo único que me enrollaba era cocinar. Proyectaba un plato, extendía las materias primas sobre la encimera, tomaba las herramientas de trabajo y me ponía a ello como si no tuviera otra cosa que hacer en la vida. La dieta del hombre invisible, que hasta mi llegada sólo comía espaguetis con tomate, arroz blanco, huevos fritos y filetes con patatas, mejoró cantidad. Si hacía carne estofada, compraba la pieza de carne entera y la cortaba yo mismo, sobre una tabla, con un cuchillo que parecía un bisturí. Me molaba cortar la carne y despiezar los pollos. El pescado prefería que me lo prepararan en el mercado, pues me daba mal rollo llevarlo entero a casa (por supuesto, ni lo probaba). Flipaba mazo también lavando las verduras, pelando patatas, quitando las hebras a las judías verdes? Poco a poco, había ido aprendiendo recetas nuevas en Internet y cada día experimentaba cosas nuevas. Mi hermana, cuando se llevaba la cuchara a la boca, le decía al hombre invisible: Tu tío tiene un don.
Y mientras cocinaba vigilaba las ideas que entraban y salían de mi sesera intentando diferenciar las propias de las ajenas. Prácticamente eran todas ajenas. Un día que estaba preparando un pollo al ajillo, mientras palpaba el cuerpo del animal en busca de una articulación en la que meter el cuchillo, apareció en mi cabeza una pregunta que había viajado allí desde el vientre, o sea, que era mía, pues las preguntas que brotan en los intestinos son más de uno que su jeta. Tenía seis palabras la jodía pregunta: ¿Estoy yo hecho de ideas ajenas? La duda de no estar hecho de mí mismo hizo que me tambaleara. Recuerdo que dejé el cuchillo a un lado y que busqué un taburete para sentarme. ¿Podía una cabeza estar hecha de pedazos de otras cabezas? ¿Era normal aquella lucha entre las ideas que reconocía como mías y las que no? ¿Podrían las ideas ajenas llevarme al crimen, al loquero, a la cárcel? Con el hijo de perra de Dedo enredándose en mis piernas, corrí al cuarto de baño y me lavé la cara con agua fría siete u ocho veces. Luego me senté sobre la taza del retrete y al mirarme en el espejo vi que tenía un amarillo de cojones. Y sin haberme fumado un peta.
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