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Reportaje:

Ganarse el sueldo en la cárcel

Presos de A Lama construyen un centro de culto para cualquier religión

Un joven camina por la calle, cuando repara en una cara familiar que se acerca por la acera de enfrente. "¡Carmen!", grita. La mujer gira la cabeza y sonríe al reconocer al chico. Después cruza la calzada para saludarlo y se entretiene charlando con él unos minutos. Se trataría de una escena perfectamente normal, salvo porque se desarrolla en una cárcel.

El hombre que saludaba es un interno de la prisión de A Lama (Pontevedra), y Carmen es Carmen Avendaño, la infatigable luchadora contra el narcotráfico que, desde la fundación Érguete-Integración, promueve talleres de reinserción para reclusos y otros colectivos sociales excluidos. Ahora, su asociación está metida de lleno en un proyecto pionero en España, la construcción en el interior de la prisión de un centro de culto que pueda ser utilizado por creyentes de cualquier religión, por parte de un grupo de 26 internos. La iniciativa, bautizada con el nombre de El Encuentro, echó a andar el pasado julio, y contempla formar a los participantes con cursos de instalación eléctrica y albañilería y pagarles por su trabajo, de forma que puedan satisfacer la responsabilidad civil asociada a sus penas y aliviar la situación de sus familias. Y de paso, prepararse para la reinserción en sociedad.

Algunos presos incluso tienen permiso para pasear perros
Marina es "la princesa de todos" los hombres con quienes trabaja

En la cárcel de A Lama hay hasta calles con nombre y algunos presos, de una población reclusa que supera los 1.500 individuos, incluso tienen permiso para pasear perros. Los tejados de los pabellones son azules, y las paredes están decoradas con murales de paisajes gallegos, pintados por un antiguo interno. De no ser por los barrotes de la ventanas y las verjas alambradas, parecería que se está en el patio de algún colegio privado. "Si alguno debe reincidir, que sea el pintor", bromea José Antonio Gómez Novoa, director del centro. Alto e impecablemente trajeado, lleva cinco años al frente de la prisión y hoy está de buen humor, orgulloso de enseñar este proyecto que cuenta con financiación europea, estatal y autonómica.

Novoa guía a los visitantes al taller donde los presos aprenden a manejarse con enchufes y fusibles. Sin hacer mucho caso, saludan a los forasteros y siguen con el trabajo, destornilladores en ristre. A los pocos minutos, el director avisa de que hay que continuar el recorrido, que parece seguir los raíles de un tren.

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Por muy pacífico que parezca el centro, el director no se separa un metro de los visitantes. Eso, junto con los controles de seguridad a la entrada y salida de cada estancia, hacen recordar que los residentes de A Lama no están precisamente de vacaciones.

Más controles, otro paseo, y por fin se llega a la obra. Es verano y hace calor, pero los presos curran como cualquier albañil. La construcción del centro todavía está en una fase inicial, y de los 200 metros cuadrados que ocupará la nave central sólo hay levantadas unas pocas hileras de ladrillos, y las estancias están delimitadas con hierros y maderos.

El director llama a una mujer para que hable con el periodista; ya estaba avisada. Se llama Marina y tiene 54 años. Con el pelo castaño y la piel bronceada por el sol, esboza una sonrisa algo tímida, y no habla demasiado. Tampoco le apetece aclarar por qué esta en prisión. "Por cosas personales, ¿no?", se escuda. Marina es una de las dos mujeres que está en su sección y no tiene queja de los hombres con los que trabaja, ella es "la princesa de todos". Espera que el dinero que ganará le ayudará cuando abandone la cárcel, dentro un año si todo va bien.

La remuneración del trabajo de los presos no sentó bien a todo el mundo. El sindicato de prisiones Acaip argüía que los salarios -unos 1.200 euros al mes para cada participante-, eran excesivos. Novoa no quiere dar su opinión sobre estas críticas y sólo aduce que el taller lo habían apoyado "todos los trabajadores". "Es un lujo trabajar en este centro", zanjó.

Marina se hace a un lado y deja paso a Óscar, 43 años, complexión fuerte, cabellera afeitada y ningún problema para charlar. "Atraco", dice sin tapujos cuando le preguntan por qué está allí. Se siente un "privilegiado" por haber sido seleccionado para el taller, una iniciativa que "ya viene de atrás" y para la que cree que le eligieron "por su trayectoria en prisión". ¿Y qué hay de sus creencias? ¿Le dará uso al centro cuando esté terminado? Se rasca la cabeza, dice que él no es religioso, pero que ahí hay gente de todos los sitios y "hay que respetar todo". El dinero también le vendrá bien, lógicamente. "Las penas con pan son menos", cuenta. Tiene un hijo, que algo recibirá. Marina, que tiene cinco, no lo ve tan claro en su caso. "Lo que gane, para mí, que ellos ya son mayores", sentencia.

A los pocos minutos, el director previene: "Hay que irse". Marina y Óscar vuelven a sus puestos. Más controles de vuelta a la entrada y despedida. La cárcel no es un parque temático.

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