Unos pimientos en Casa Dios
Estoy convencido de que la intercesión divina tuvo un papel destacado para que la planta de los pimientos verdes prendiera en el convento franciscano de Herbón a mediados del siglo XVIII. Tan convencido como del agua milagrosa que mana del pecho de San Benitiño o de que a Pepe Blanco, ministro de Fomento del Reino, se le pasó por la cabeza el legado de Manuel Fraga cuando fue protagonista de la última exaltación del fruto celebrada en Herbón, el primero de agosto pasado. Ilustración fue la que llevó a los franciscanos a ensayar un cultivo americano en las frondosas huertas del convento, allí, a las orillas del Ulla, que por esos rápidos lleva en invierno también suculentas lampreas. Ilustración, oración y trabajo, los que han sido necesarios para convencer con argumentos genéticos y filológicos las firmes aduanas de la Unión Europea para que, finalmente y tras largos combates, reconocieran la excelencia del fruto concediéndole amparo de denominación de origen y protección geográfica en los concellos de Dodro, Rois, Pontecesures y el propio Padrón. Concellos necesitados, como todas las grandes sagas nutricias de un territorio mítico y también de un fruto que adorne su árbol genealógico.
Tres cooperativas pueden presumir de dar trabajo a cientos de familias en la zona de Herbón
Tiene esta especie protegida, como bien sabe su nutrida parroquia de adoradores, un poco de cielo (mantequilla y suavidad) y de infierno (picor y rabia) que les hace ser una apuesta predilecta para aquellos paladares que sostienen que la mesa y el erotismo van unidos, al menos desde esa Ilustración a la que antes nos referíamos. Un matrimonio entre el ying y el yang, lo masculino y lo femenino, el subsuelo y el cielo, que les hace particularmente complejos y de gusto a la vez bravo y delicado, una constante en otros trofeos de la gastronomía gallega.
La decisión de la Unión Europea nos redime así de ese sempiterno complejo de inferioridad que lastra a muchos de nuestros productos agrícolas y que, en este caso, ha visto como mentes más avispadas de La Rioja o de Murcia han conseguido vender la especie con toda impunidad en muchas tascas y restaurantes sin que se acertara a distinguir su procedencia, algo impensable que se hiciera, pongo por caso, con los piquillos de Lodosa o los pimientos verdes de Gernika, por citar a dos variedades que gozan también de profunda simpatía entre los conocedores de la planta. Con ello se puede deducir que lo que no tiene nombre es difícil de vender en este puñetero mundo de marcas y estereotipos, y que esa travesía de la leyenda está forjada al mismo tiempo por la poesía de una marca, el perfume de su universalidad y el trabajo casi esclavo de estos cultivadores anónimos a los que finalmente se les concede el trofeo de la excelencia. Tres cooperativas ahora mismo pueden presumir de suministrar trabajo y riqueza a unos centenares de familias que, a pie de invernadero, mantienen en pie el fervor del milagro franciscano. La paradoja agrícola está como siempre abonada: es necesario el trabajo más duro para conseguir los frutos más delicados.
Celebré el nombramiento en Casa Dios (que así se llama la taberna) en el corazón pimentonero de la parroquia de Herbón y, en su suculenta preparación (sin rabo, demonios, y sin achicharrar en aceite), vi que en ese reflejo primario brilla otra de las contradicciones de este fruto: su goce se produce antes de que piquen y se estraguen allá por setiembre, pero, sin embargo, uno espera ese pequeño incendio como un regalo inesperado. Que no se engañen los turistas: los que pican son guindillas, jalapeños o pepperoncini y no de estos pagos, pero entre un ciento se les concede siempre la venia de la ferocidad imprevista.
El cultivo es otro triunfo del minifundio que parecía desterrado de nuestra cultura gallega. Muchos expertos se equivocaron al vaticinar los grandes campos de cultivos transgénicos, las grandes explotaciones ganaderas. Aquí la especie sigue estimando la producción artesanal, conociendo el respirar de cada planta, mimando la inclinación natural. Y eso es ya toda una delicatessen antes de llegar al plato. El pemento de Herbón es pues el triunfo del minimalismo, una lección de cómo lo local puede convertirse en universal.
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