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me cago en mis viejos II

SEIS

Si te dedicas a hacer camas o a limpiar el polvo, actividades mecánicas para las que no es preciso utilizar el cerebro, puedes escuchar mientras curras los movimientos de las ideas en el piso de arriba, en la cabeza. Así que aquel día, mientras sacaba brillo a los azulejos del cuarto de baño, sentí dar vueltas alrededor de mi cráneo, como un pez alrededor de la pecera, a la idea de acabar con Dedo, de matarlo. Entonces comprendí que al dejar de tomar las pastillas para el estupor habían regresado intactas mis funciones intelectuales, lo cual era bueno y era malo. Bueno, porque volvía a estar despierto; malo, porque despierto, como se ve, yo era un mal tipo, una alimaña.

Cuando la alimaña acabó de limpiar los azulejos y salió del baño, por poco pisa una mierda que Dedo se había hecho en medio del pasillo. La alimaña tomó un trozo de papel higiénico, la recogió, la arrojó al váter, y tiró de la cadena (qué invento, el de la cadena). Después agarró a Dedo por el pescuezo, lo puso a la altura de sus ojos y se cagó en sus muertos. Al principio, el animal creyó que quería jugar, pero cuando comprendió que la cosa iba en serio, comenzó a gemir de un modo que quizá le habría partido el alma a un tipo normal, no a una alimaña. A mí, de hecho, me cabreó más, de modo que lo dejé caer y al llegar al suelo salió corriendo y se escondió aullando debajo de una cama.

Al dejar de tomar las pastillas para el estupor habían regresado intactas mis funciones intelectuales
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Me cago en mis viejos II, por Carlos Cay

El resto del día fue raro. Preparé la comida para mí y la cena para los tres con la indiferencia de un robot, o sea, que me introduje los alimentos en la boca con el espíritu del que echa gasolina al buga. Mastiqué a pilas. Recogí al crío del colegio de manera mecánica y mecánicamente regresamos a casa. Mientras tanto, la idea de asesinar a Dedo excavaba galerías, como una lombriz, en mi materia gris. ¿Pero qué responsabilidad tenía yo, el robot, en esa determinación que a medida que transcurrían los minutos era más fuerte, aunque no sé si más atractiva? ¿A ti qué te parece el perro?, pregunté al hombre invisible. El crío levantó la cabeza de su tazón de cereales, me miró de forma también algo robótica y dijo: Pues qué me va a parecer, un animal.

EDUARDO ESTRADA

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