El fluido prehistórico
Dice Ramón Núñez en su libro Un científico en la cocina que la salsa de tomate ketchup forma parte de un grupo de fluidos que manifiestan la misteriosa propiedad de volverse líquidos si se agitan. Son -quién lo dudaba- líquidos "no newtonianos" o tixotrópicos, y entre ellos se encuentra la sangre.
¡Qué sorpresa! La sangre tiene una estructura molecular que la asemeja al típico producto americano, fruto de cien mil químicas y tecnologías. Sí, la sangre que dio vida a nuestros ancestros prehistóricos cuando la bebían en directo de los animales que cazaban, la misma que según todos los rituales religiosos de la antigüedad, derramada en sus sacrificios humanos o animales, generaba nueva vida al que la tomaba o se embadurnaba de ella, la que todavía recuerdan algunas religiones cuando toman el vino como sabroso sustituto, se nos viene abajo como mito y se torna en producto objeto de curiosidad química.
Con la sangre se hacen las morcillas y las 'filloas', una suerte de crepes
En el S. XVII los médicos defendían que ninguna sangre era buen alimento
Pero debe ser otra la sangre que nos interesa, debe ser aquella que describía Picadillo, a la sazón alcalde de A Coruña y destacado gastrónomo, en su libro La cocina práctica, cuando trataba de los pormenores de la matanza: "Surge la hemorragia, y la abundante emanación de sangre es recogida en blanco barreño y agitada sin cesar por el brazo de delicada dama. Una prosaica cebolla cierra la herida cuando ya no da jugo, y la dama continúa en su movida operación, hasta que la sangre está completamente fría". Poesía pura la del alcalde.
Con esa sangre se hacen las morcillas después de la matanza del marrano, y también hacían en su Galicia natal las insondables filloas, que son una suerte de crepes cuyo sabor seguro lo propician las meigas o los fluidos vitales de los mártires sacrificados en cuanto llegan los fríos.
Y con otras sangres -de cordero o cabrito- se hacían, años ha, fritangas como la que indica Juan Altamirás, en plato de sencilla concepción: "Y si no la quieres llevar al horno, la puedes assar en casa entre dos fuegos, y para ello has de echar aceyte, ò manteca de puerco; y fino, pondrás aceyte à hervir, y recién degollado el cabrito, irás echando la sangre a cucharadas, y se hará como buñuelos, y sírvela con pimienta, y sal".
Este mismo autor, en 1767, ya conocía la fórmula magistral, la que une la sangre con la cebolla; ésta, cortada a lo largo y con abundancia, aliñada con sal y pimienta, y puesta al horno hasta que se tueste bien; es muy gustosa -dice- y se puede comer fría.
Iba así contra la postura oficial de la época, que mantenía desde el siglo anterior -tiempo en que Arnau de Vilanova impartía sus doctrinas a los reyes y nobleza- el criterio médico de que "la sangre de ningún animal es buena para alimento, en particular para los cuerpos de complexión templada o caliente".
No obstante ese criterio, la gran cocina, la de la caza en particular, tuvo en el civet uno de sus máximos representantes. Ninguna gran casa dejaba de cocinar, todos los otoños, su liebre; la salsa con vino tinto, aderezada con cebollitas y champiñones, perfumada con hierbas aromáticas, y ligada obligatoriamente, al fin de su cocción, con la sangre del animal. Néstor Luján dixit.
Quizás hoy, aquellos que la abominaban y la abominan, saborearían -sin ascos ni remordimientos- una buena fritada de... ketchup con cebolla.
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