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Columna
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El partidismo nuestro de cada día

Fernando Vallespín

La democracia es un sistema político curioso. En su afán por acoger el pluralismo social de intereses y formas de ver el mundo, organiza el gobierno a partir de la concurrencia de partidos representativos de algunos de dichos intereses, valores o ideologías. Aquellos que consiguen el mayor apoyo popular acceden al gobierno y acaban personificando al conjunto de los ciudadanos. Se da así la paradoja de que una parte -recordemos que partido viene del término latino pars-partis- actúa en nombre de todos y se erige en la encarnación del interés general. Hasta ahora no hemos encontrado un sistema alternativo mejor y, en general, funciona. En algunos lugares incluso muy bien. Suelen ser países en los que la cultura cívica de fondo restringe el faccionalismo y obliga a los grupos políticos a anteponer el interés general por encima del estrictamente partidista. Pero todas las democracias suelen tener, además, todo un conjunto de instituciones estabilizadoras, encargadas de asegurar el más riguroso respeto a las reglas de juego y el velar porque determinadas funciones del Estado queden libres de intereses de "parte". Entre ellas podríamos mencionar algunas de distinta naturaleza, como el Tribunal Constitucional o el Poder Judicial como un todo, incluyendo al CGPJ, o a organismos como el Banco de España, la CNMV u otros.

El PP es incapaz de amagar siquiera el menor atisbo de acuerdo
El Gobierno puede presentarse como el único garante de los intereses generales

El caso es que algunas de estas instituciones están siendo acusadas en estos momentos en nuestro país de atender más a la tutela de intereses partidistas que a la supuesta función "neutral" por la que han de velar en cada ámbito. Esto es particularmente grave en instituciones como el Tribunal Constitucional, cuya dilación en emitir una sentencia sobre el Estatuto catalán está generando todo tipo de recelos. O en las críticas al frustrado dictamen del CGPJ sobre la Ley de Interrupción del Embarazo, donde las distintas posiciones se han ajustado casi milimétricamente a la postura del partido que estaba detrás de la elección de cada miembro. (Con la salvedad de su presidente, sujeto a un partidismo de naturaleza bien distinta). Los informes del Banco de España, por ir a otro ejemplo reciente, son jaleados o criticados según coincidan o no con el interés político del Gobierno u oposición. Y esto mismo cabría decir de los actos de muchos otros organismos, como las encuestas del CIS o un dictamen del Consejo de Seguridad Nuclear.

A esto se añade la colonización partidista de cuestiones de Estado que deberían verse libres de los excesos de la confrontación entre partidos. Primero fue el modelo energético, luego la financiación autonómica y ahora el diálogo social, por no hablar de las medidas para combatir la crisis económica. No es que sobre estos temas no quepan fundadas y legítimas discrepancias, pero los ciudadanos agradecerían que pudieran formularse en términos constructivos, responsables, y mirando por el interés general.

Una de las señas de identidad del PP es que se le llena la boca con el discurso patriótico y del "bien común", aunque luego se refugia en una oposición vociferante, crispada y despectiva; incapaz de amagar siquiera el menor atisbo de acuerdo. El Gobierno, por su parte, parece agradecerlo, ya que le permite presentarse como el único garante de los intereses generales. Por su posición de representante del conjunto del país está, en efecto, más cercano a la generalidad de los ciudadanos y busca actuar en una línea más acorde con lo que afecta al bienestar de todos. Pero no puede ocultar tampoco que en la definición de cómo haya de concretarse en cada caso se introduzcan sus propios intereses más estrictamente políticos. Detrás de cada Gobierno late también el alma de un partido.

La gran cuestión estriba en ver cuáles son los límites del partidismo sin impedir la libre e imprescindible circulación del código Gobierno/oposición. El pretendido interés general no es algo que se objetive sin más. Sólo es perceptible a partir de las interpretaciones plurales y en competencia que hacen acto de presencia en cada momento; también respecto a las supuestas "cuestiones de Estado".

En lo que afecta a aquellas instituciones estabilizadoras y presuntamente neutrales a las que me refería al principio, hay que ser, sin embargo, implacables. Su independencia no debería ser cuestionada jamás. Como todas, no pueden dejar de exponerse a la crítica por el ejercicio de sus funciones, pero nunca deberían dar lugar a la sospecha de plegarse a intereses partidistas; sea cual sea el grupo que haya designado a sus miembros. En ello nos jugamos la propia credibilidad del sistema democrático.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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