Niños
Vivimos en un tiempo sin ideologías. Esa era también mi creencia hasta que mis amigos y parientes coetáneos comenzaron a tener descendencia. Me di cuenta entonces de que mis aparentemente descreídos colegas se habían entregado a un radicalismo ideológico que domina el mundo.
Yo le llamo niñismo. Su máxima es que los niños son el centro mismo del Universo, y que sus vidas y las de los demás giran en torno a sus retoños. Cualquier sacrificio es poco si tiene que ver con el solaz de esos muñecotes blandos y quejicas. Como esos tiránicos y diminutos domadores de elefantes a los que basta un golpe de bastón para manejar al paquidermo, los niños obligan a sus padres a agotadoras jornadas de carnavales, cumpleaños con chuches, faunias o sesiones de charlatanería de psicólogos infantiles.
Los adeptos al niñismo no admiten herejes. Nadie puede desdeñar a sus dioses llorones, ni siquiera los que tienen la osadía de no tener hijos. Te persiguen para mostrarte sus fotos, para explicarte con detenimiento cómo le crecen las extremidades o sus primeras habilidades como homo sapiens. La tecnología juega a su favor. Antes llevaban en la cartera un par de fotos del rorro; ahora almacenan un arsenal en los móviles. Y luego están los protectores de pantalla. Las oficinas se han convertido en guarderías virtuales porque cada papá o mamá se siente obligado a poner el retrato de su bebé en el PC como escaparate al mundo.
Admito que soy un apóstata del niñismo. Siempre sospeché que los niños son sujetos poco de fiar, porque están aún demasiado apegados a los instintos de la Madre Naturaleza para preocuparse lo más mínimo por quienes les rodean. No soy el primero. William Golding retrató como nadie esa crueldad en su novela El señor de las moscas, en el que un grupo de críos perdidos en una isla acaba convirtiéndose en una tribu asesina.
Ese libro no se podría escribir ahora. Lo prohibiría el Defensor del Menor. ¿Se han dado cuenta de que ya no mueren niños en las películas? Se ha creado para ellos un universo irreal, seráfico, sin dolor, sin muerte. El mismísimo Walt Disney sería hoy censurado en esa primera terrible escena de Bambi, donde muere la madre del cérvido.
En mi infancia, nuestro ídolo era Pipi Calzaslargas, una niña poco aseada, que vivía sola con un caballo y un mono, hacía lo que le venía en gana, tenía un padre pirata que no le importunaba y se dedicaba a regalar dinero. El de los niños de ahora es Pocoyó, un peluche informe que ha salido a Bolsa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.