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Columna
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Tribunal popular

Por circunstancias laborales, tuve un compañero de piso el último año que se sentaba muy circunspecto frente al televisor cada mediodía delante de unas aceitunas. Pertenecía a ese tipo de personas que no se limitan a aceptar la realidad tal cual la presentan y que ha de manifestar su desaprobación o su anuencia a cada cosa que sucede, alabando los últimos progresos en cirugía facial y conculcando con un generoso gasto de adjetivos los actos terroristas y las regulaciones de empleo. Al principio me ponía un tanto nervioso este ejercicio continuo de premiar oenegés y llenar de mierda a las madres de los asesinos en serie, pero al final acabé tomándole aprecio y confieso que me interesaba más el dictamen de mi compañero que la noticia misma. A lo largo de todo el año, muchas fueron las cuestiones de actualidad que suscitaron su acrimonia y su almíbar, pero una, por su reiteración, por encima de todas: la desaparición de Marta del Castillo. El jugueteo que se traía Miguel Carcaño, el asesino confeso, con la policía, a la que un día mandaba a lavarse los pies al río para hacerles recoger raspas en un basurero al siguiente, excitaba el veneno más letal de su corazón. Siempre me preguntaba lo mismo, no sé si retóricamente teniendo en cuenta que yo enseñaba Ética en el mismo instituto en que él impartía mecánica del automóvil; me decía: pero ¿por qué no los torturan? Si los torturaran, hablarían rápidamente y dirían dónde han escondido el cuerpo. ¿Por qué no les dan una buena paliza para que dejen de reírse de la gente? ¿Por qué no les anudan un alambre a los genitales (eufemismo) y tiran de él hasta arrancárselos o les introducen una barra de acero en el recto (eufemismo)? Yo no sabía si sonreír o preocuparme. Lo alarmante es que cuando comenté la conducta de mi compañero en otros foros, muchos se declararon de acuerdo con él; quizá el alambre y la barra cedieron ante el método más caritativo del puño americano, pero el fondo era el mismo. Muchos ignoran lo que significa el estado de derecho; otros, que no termina en el umbral de casa, de ninguna casa, tampoco de la nuestra.

Sirva esta experiencia particular como ilustración para explicar por qué comprendo a la perfección que Paloma Pérez Sendino, la abogada que defiende a Miguel Carcaño, prefiera que la labor de juzgarle quede en manos de un profesional del ramo, es decir, un juez, en lugar de ser asignada a un tribunal popular. La ley no es clara al respecto de qué tipo de delitos han de ser evaluados por qué tipo de autoridades, así que la justicia no resolverá hasta septiembre si el destino de Carcaño queda en manos de un magistrado o de doce probos ciudadanos. Ya sé que nadie me ha pedido mi opinión, pero si alguien la toma en cuenta yo voto del lado de la abogada y me decanto por el juez. En realidad, siempre he desconfiado de los tribunales populares, para este y para cualquier otra clase de delitos. Cada vez que oigo hablar de tribunal popular y me imagino a mi vecina del piso de arriba, con la que me llevo a matar, o al compañero de clase al que humillábamos en los recreos juzgándome por tenencia de estupefacientes, mi facilidad para el conciliar el sueño sufre un serio revés. En general, las ideas sobre equidad y penitencia de la mayoría de la gente que conozco están más relacionadas con la divinidad revanchista del Antiguo Testamento, esa que habría dejado sin ojos y sin dientes a media humanidad, que con el código penal. No digo que Carcaño no merezca la pena máxima que pueda caberle si se demuestra culpable del delito del que él mismo se acusa, pero entiendo que su abogada, a quien obliga el prurito profesional, busque para él el mal menor. Y en este caso, se trata de un señor con toga al que algunos años de estudio y de práctica autorizan, quizá, a discernir lo malo de lo peor.

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