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héroes y villanos | música
Columna
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EL HOMBRE DEL SIGLO

Diego A. Manrique

Quítense prejuicios. Piensen en un artista que realmente abarque el siglo XX, alguien que aglutine todo lo que ha dado la música popular. Imaginen al proverbial extraterrestre ansioso de conocimientos, al que deben ofrecer una discografía que resuma lo que ha hecho vibrar al planeta Tierra durante los pasados cien años. ¿Duke Ellington? ¿Armstrong? ¿Ella Fitzgerald? ¿Sinatra? ¿Dylan? ¿McCartney? ¿Marley? ¿Caetano? ¿Julio Iglesias? ¿Michael Jackson? No: quizá tengan obras oceánicas, pero sólo representan una porción de una cultura, aunque pueda ser la cultura dominante.

Mi propuesta: James Last, el director de orquesta alemán. En sus 200 discos encontramos la crema y la bazofia del siglo XX; hasta incursionó en la clásica, con discos como Viva Vivaldi o Spielt Mozart. Formado en el jazz, Last advirtió que el público adulto rechazaba los modos instrumentales y las maneras vocales del pop. Decidió rebajar esa música: aplicaba el brillo del swing a éxitos del momento, generalmente en dosis homeopáticas, fundidos en popurrís y anclados por un bajo empeñado en sacar a la pista incluso a los más patosos.

Con eficiencia industrial, Last generaba colecciones de título explícito: Hammond a go go, Trumpets a go go, Sax a go go. Su mayor acierto fue la marca Non-stop dancing, donde añadía el alboroto de una fiesta en marcha; se grababan en estudio, con la colaboración de un público bien lubricado y, según la leyenda, ligando sin complejos.

Last hizo perder las inhibiciones a sus compatriotas, los responsables del "milagro económico", convenciéndoles de que se merecían disfrutar tras tantos esfuerzos. Según se democratizó el turismo, inauguró otra serie triunfal: Beachparty. También recreaba vacaciones reales o soñadas: Copacabana, Caribbean nights, Tango e, inevitable, Y viva España.

Hace poco, contó sus andanzas en Mein Leben. Die Autobiografie. Un libro mayormente decepcionante. Aunque nacido en 1929, ni fue nazi ni recuerda a nadie en su entorno que lo fuera. Dejar el jazz no le provocó ningún trauma: visitó un restaurante neoyorquino y allí estaba la banda de Count Basie, tocando ante comensales indiferentes; eso no me va a ocurrir a mí, pensó.

Finalmente, se parece a cualquier biografía de rockero crápula. Last fue alcohólico y seductor inagotable. Paternalista con sus músicos, alucinó cuando éstos se declararon en huelga. Hacienda le pilló y pasó graves apuros. Vestía y pensaba como un hortera, pero insistía en altos estándares para sus grabaciones y conciertos. Y ahora se siente desamparado: tras ser el pilar del sello Polydor, le dicen que sus discos resultan demasiado caros.

Otra frustración: vive con su segunda esposa en Florida, lo que le recuerda diariamente que EE UU es el único país inmune a sus pegajosos encantos. Ha cumplido 80 años y no se resigna. Hay signos de reivindicación: Tarantino usó un tema suyo en Kill Bill; le samplean raperos y DJ; le fotografía Antón Corbijn, retratista de U2 y Depeche Mode. El animador de las clases medias está a punto de ser declarado oficialmente cool.

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